Una ya debería llamarse a sosiego. Pero vive en Argentina, bendita tierra de inmenso territorio, maravillosos paisajes, gente amigable y apegada a la familia y decisiones electorales de dolorosas consecuencias para el común de los mortales, entre otras, las que hacen que los ingresos no sean suficientes si una deja la faena rentada. Una vive en Buenos Aires y próxima a cumplir… ¡setenta años! todavía (y gracias al Todopoderoso) trabaja. ¡Y en el corazón de la ciudad!, hecho que muchos considerarían catastrófico pero que a una le alegra la vida, aunque los lectores no lo puedan creer.
La calle Florida,
hervidero multicultural, la Avenida de Mayo, sus hermosos edificios, reflejo de
una época de esplendor, las librerías y confiterías enmarcan el camino a la
oficina, aunque también lo hacen, como creo que en otras megalópolis, la gente
que mendiga o duerme en la calle, los “arbolitos”, que así se llama a los que
ofrecen al transeúnte cambiar dólares en el mercado negro y una multitud de
vendedores callejeros que componen la picaresca urbana exacerbada por la
crisis.
Una se siente viva
caminando junto a miles de milenials
que, seguramente, deben pensar que una está yendo al médico o, a lo sumo, a
algún banco a renovar un plazo fijo. Aunque, en realidad, duda que detengan ni
un segundo la mirada en otra cosa que no sea la pantalla de su celu.
Se siente viva formando
fila en el autoservicio chino, único lugar donde todavía se puede comprar algo
para almorzar sin hipotecarse. Y más viva y joven todavía cuando nadie le cede
el asiento en el subte. Realmente estos muchachos y chicas embelesados con sus
móviles refuerzan su auto estima cuando pierde en el baile de la silla, en
busca de un lugar donde sentarse. Total, son pocas estaciones, piensa. Y se
dedica a observar rostros, actitudes, atavíos y gestos mínimos (o máximos).
Por ahí una tiene
suerte. Y una hermosa chica tatuada de pies a cabeza, testa rapada por un
costado y cadenas ad hoc por todas partes, levanta la mirada ¡y la ve!
cediéndole el codiciado asiento con gracia y afecto. O una pareja de jovencitos
se besa tan amorosamente, en mitad del vagón abarrotado, que a una le dan ganas
de aplaudir.
Otras veces una misma
fabrica su sino. Sobre todo con los chicos que viajan junto a sus absortos
padres cibernéticos, clamando por la atención que no reciben. Una ensaya
entonces alguna morisqueta o guiñada de ojo, que entretiene al párvulo
abandonado y le permite a una ensayar sus deseos no consumados de ser abuela.
Pero el mayor valor agregado
de esta realidad que vive es, a no
dudarlo, la música. La bendita música que rodea cada viaje en subte, ya sea en
los vagones, en los andenes o en estratégicos puntos de cruce de recorridos.
Siempre hubo músicos en
el metro. El charanguista, igualito a Jaime Torres, el rapero que insistía en
contarnos que era preferible rapear a robar, el tanguero que imitaba a Julio
Sosa. Pero ahora no se trata de un músico cada tanto. Las melodías nos han
invadido. Violines a perpetuidad, flautas traversas, saxos impenitentes,
guitarras ultra afinadas.
Estos músicos se dan el
lujo de iniciar diálogos entre dos andenes y dejarnos el corazón primaveral
junto a Vivaldi o llevarnos de la mano de algún sueño romántico abolerado.
También se atreven a volverse gardelianos, si creen que así la cosecha será más
prodigiosa. Y la gente reacciona bien, con respeto por lo menos. Muchas veces
con aplausos generosos. Muchos pasajeros escuchan, quizás por primera vez, la
maravilla de un violín bien tocado “en vivo y en directo”. Hasta se desconectan
por un momento de las pantallitas captura-espíritus.
Una tendría que llevar
consigo una billetera especialmente preparada para dejar su agradecimiento en
cada sombrero, en cada funda. Y, si bien no puede hacerlo todos los días con
todos los intérpretes con los que se topa, procura devolver en “parné” tanto
deleite musical al paso.
Claro que una comienza
a pensar que se está gestando una especie
de émulos del “informe para ciegos” de don Ernesto Sábato, una cofradía
secreta que habita el submundo de Buenos Aires con las melodías como arma pero,
a medida que observa a los intérpretes, llega a
descubrir a qué se debe la invasión sonora bajo tierra. Son jóvenes
emigrantes venezolanos, muchos de ellos músicos, que están formando parte no estable aún de algunas de nuestras
orquestas sinfónicas pero que en este verano porteño deben sobrevivir a las
vacaciones de las mismas. Y procuran el sustento a través de la magia del
sonido y del conocimiento, ya que la mayoría posee gran capacidad en su arte.
Es evidente que muchos
de los que viajan no hubieran disfrutado nunca música de la buena al lado de su
oído si no fuera por estos intérpretes.
Apelando a un lugar más
que común diré, amigos, que ya no me cabe duda de que todas las circunstancias,
aún las más difíciles, como el estar lejos de la patria, pueden dejar algo
bueno en los demás. Y agregaré que estar pasando momentos duros hace que los
porteños nos volvamos más sensibles a placeres inesperados como el de la música
subterránea.
Cati
Cobas
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