sábado, 5 de junio de 2021

340- Grajeas coronavíricas Reflexiones cuarenténicas, autoreferenciales y de edad de riesgo 2020


Prefacio

Yo, que pude narrar, desde el humor, el 2001  la crisis argentina, esta vez estoy casi muda. Absorta frente a una realidad de escala y  destino desconocidos.

No obstante, me he propuesto compartir  algunos breves episodios de estos días difíciles en los que, de cualquier modo, podemos extraer alguna cuota de sonrisas o ternura (por lo menos, eso espero)…

El regreso del piloto rosa chicle

Eran mediados de marzo y había obtenido turno para vacunarme contra la gripe en un vacunatorio ubicado en Acoyte y Rivadavia. A cuarenta y dos cuadras de casa.

Fernando, mi hijo, se ofreció a llevarme con la moto. ¡Aunque no puedan creerlo he subido a ella más de una vez, qué tanto…! Pero ahora, dos no pueden ir juntos en una moto, por lo que decidí que caminaría (por suerte cuarenta cuadras son lo que suelo caminar casi a diario, de modo que no me asustaba el desafío) y de regreso, el subte casi vacío, me traería a casa para no volver a salir más desde entonces.

Había que equiparse para la aventura. Y ahí mi afiebrada imaginación recordó el piloto plástico rosa chicle que me había acompañado en mi paseo por las Ciudades Imperiales el año pasado y me recordaba los atuendos de los servidores de la salud. El piloto me protegería, a no dudarlo.

Precursora, agregué un barbijo y, calzada con zapatillas, me lancé a las calles. Calles casi desiertas en las que la gente me abría paso con enorme gentileza. “Debe ser porque estoy en edad de riesgo”, pensé.

Hacía calor. Y viento. Al llegar a Avenida La Plata el sudor caía a chorros por mi frente y quería quitarme de la cara los pelos revueltos por el viento pero…prohibido llevarse las manos a la cara, así que me abstuve.

Se cumplió el rito vacunístico, y me sumergí en el subte. Estoicamente de pie para no contaminar mi piloto. Un policía me hizo sentar “de prepo”. Se ve que me tambaleaba demasiado.   Al llegar a Plaza Miserere me miré en el vidrio de la puerta del vagón y comprendí todo…

Sudada, con la cara tapada y los pelos cubriéndola, estaba igualita al personaje de la película “La llamada”…Esa era la razón por la que la gente me abría paso por la calle… Parecía salida de un film de terror…o que ya portaba el malvado virus.

 

Mercedes y el booling callejero

Esto de vivir separada de los hijos nos protege del virus pero no de los soponcios.

Mercedes, mi hija, no tiene televisión y se maneja con internet y youtube por lo que, mejor para ella, no está muy pendiente de las últimas noticias.

Una noche me llamó llorando tan mortificada que no podía consolarla de ningún modo.

“Me insultaron en la calle”. “Salí de la farmacia y al volver a casa me gritaban desde los balcones: “andate a casa…” y se la tomaban con vos, mami… Fue horrible, te juro”.

Ahí me di cuenta. Mi muchacha había salido justo a la hora del cacerolazo preventivo y, al no estar enterada, tomó, como agresión personal, la efusiva manifestación de sus vecinos… Buenos Aires da para todo…

 

Mi delivery personal

Fernando es querendón, mamero y motoquero. Y extraña (yo también) sus visitas a casa para cenar y ver nuestras series favoritas.

La solución  que encontramos es autorizarlo a atender a sus padres ancianos y de ese modo, una vez a la semana, llega con las provisiones y los medicamentos, y nos saludamos a través de la reja de entrada a mi edificio mientras dejo en el piso, para que se lleve, alguna de mis especialidades culinarias. Igualito que cuando Diego Torres gritaba el consabido “¡Guardias!”.

Nos abrazamos a la distancia y convenimos en encontrarnos por la noche, apretando al unísono el play de nuestra última serie en común.

Doy gracias a Dios por permitirme ser una mujer cibernética y sueño con que pronto los encuentros no tengan que ser asépticos.

 

Santino y yo

Al lado de mi departamento vive una familia tipo. Papá, mamá, hija mayor y Santi.

Mi lema vecinal es el de Doña Aurora, la autora de mis días: “cada uno en su casa y Dios en la de todos”. Pero Santi me puede. Razón por la cual le mando cuentitos al celu de su mamá y pienso pavadas para dejarle en la puerta y que con ellas se entretenga un ratito. Me hace mejor a mí saber que un humano pequeñito por un momento sale del encierro en compañía de esta seudo abuela tan encerrada como él.

El sábado tocaron timbre. Era Santi, que me había pintado una caja para albergar el huevo de Pascua que sus papás me habían comprado. Fue verdaderamente un momento inolvidable para agradecer a esta cuarentena forzada.

 

El allium sativum, los peligros y una servidora

“El ajo es una planta perteneciente a la familia de las amarylidaceae, de especie allium sativum y del género allium al igual que la cebolla (allium cepa) y el puerro (allium ampeloprasum); que desde la antigüedad, se ha recomendado para tratar enfermedades en las que generalmente se usan antibióticos. Numerosos testimonios recomiendan El ajo como antibiótico  para tratar un gran número de enfermedades.”

 

¡No digan nada! Ya sé que a partir de esta pandemia, no hay muchos motivos para sonreír o directamente reírse. Pero la verdad, si en la crisis del 2001, cuando cundía el trueque y el corralito, nacieron estas crónicas, ¿por qué no proponerse, mientras Dios nos dé vida y salud, compartir alguna que otra situación jocosa, que hasta en los velatorios se hacen chistes?

¿De qué hablo? Pues comencemos por el título. Mi abuelo Marcial era naturista. Teniendo una cabellera frondosa, se rapaba y todos los días, invierno y verano, se bañaba con agua fría y se daba friegas con una tela áspera de toda aspereza. Pero lo peor era el ajo. Crudo. Crudelísimo. Y mi pobre abuela Isabel y todos nosotros pagabamos las consecuencias aspirando los vahos y efluvios propios del allium sativum que solo eran compensados con la bonhomía y carácter amable del respirante cónyuge. El abuelo murió sano a los ochenta y tres años y siempre pensamos que una de las razones de su longevidad había sido el consumo intensivo de ajos.

Marcial murió cuando yo estaba en la facu, y el papá de mis hijos odiaba este vegetal, razón por la cual, durante toda mi vida adulta, evité consumir ajos crudos en todas sus formas. Pero…ahora estoy confinada en soledad. Y la imagen y vapores de mi abuelo y sus ajos me tranquilizan (a qué negarlo). He comenzado a comerlo con fruición y hasta deleite. Y les juro que me calma la ansiedad. Sé que lo más importante es estar aislada. Y trato de cumplirlo. Pero lo peor es que, cuando termine la reclusión, la gente me va a temer más que al coronavirus.

 

Pasando a los peligros. Hoy me enviaron un video. Un muchacho se súper protegía contra el coronavirus. Salía a la calle, y lo pisaba un camión.

No estuve lejos. La verdad. Abrumada por los memes y videos me hallaba yo hoy a la tarde, en mi cuarto, y tardé más de media hora en volver a la cocina porque un fuerte olor a gas golpeaba mis pituitarias. ¡Me había olvidado la pava en el fuego, y al hervir, lo había apagado! Si por casualidad hubiera habido una chispa…menuda explosión.

Pero esto no es todo. ¡Terminé con el gas y descubrí como tres mosquitos dando vuelta! ¡Lo único que falta es el dengue!

Sintiéndome como en el meme del camión, concluí en que el gran filósofo riojano Carlitos Saúl estaba en lo cierto: “nadie se muere en la víspera”.

Ajo y agua, queridos lectores. Espero poder seguir torturándolos literariamente hablando.

La Tercera no será la vencida

Esta pandemia me ha permitido descubrir cuántos salvavidas he ido generando a lo largo de la vida. Uno de ellos son los grupos de amigos (entendiendo por tales esos grupos de whatsapp que armamos con asociaciones como “Chicas de primaria”, “Chicas de la facu”, “Coro en cuarentena”, por ejemplo. No hace falta que aclare que las referidas chicas son todas “Baby boomers” consuetudinarias.

Pero el mejor para mí es uno que se llama “Muchachos y chicas” en el que somos parte Eduardo y Diana, maestros, y Jorge y yo, arquitectos. Jorge es mi “ex” y padre de mis hijos, pero aquí es un muchacho más. Los cuatro vivimos solos. Si los archivos de este grupo hablaran…

Una de las funciones de este grupo es sabernos vivos. Por la mañana, Diana, haciendo honor a su nombre, toca ídem y nos despierta con alguno de esos dibujitos que nos roba memoria del teléfono pero también nos alegra el día. Dicen, por ejemplo: “Hoy hay sol y va a ser un día genial” o “Un pajarito me dijo que en cuarenta días será primavera” o”Tener amigos es la mejor bendición”…y siguen las ideas. A continuación vamos dando los buenos días y así certificamos nuestra entidad. Casi todos tenemos hijos, y nos quieren, y se ocupan pero no van a estar confirmando nuestra vitalidad todos los días, obviamente, que para eso los milenials no han sido formados.

Alguna vez, alguno de los cuatro miembros del grupo no respondió, e inmediatamente estuvimos comunicándonos con él para verificar el respectivo amanecer.

Por la noche, un “hasta mañana que descansen” cierra el día y nos vamos a dormir con una mágica sensación de compañía.

Lo mejor de este grupo es que podemos compartir impúdicamente nuestras mayores o menores sapiencias con respecto a las nuevas tecnologías y  no avergonzarnos de no saber. Los aprendizajes obtenidos superan los bochornos.

Un día comenté en el grupo que mi hijo Fernando me había sugerido poner un podómetro en el teléfono. Un celular con cuenta pasos, bah.

Les di el nombre de la aplicación pero al rato, un miembro de identidad reservada me llamó recriminándome porque el cuenta pasos no movía la aguja y él (o ella) había dado más de diez vueltas a la mesa del comedor. La pregunta fue: ¿Dónde pusiste el teléfono? ¿Lo llevás encima? Y la respuesta fatal: “¡No! Lo dejé sobre la mesa!".

Dije que la tercera no será la vencida. Y mi grupo de muchachos y chicas lo confirma. Llegó el día del corte de pelo. Habían pasado ya dos meses de encierro y todos veníamos sufriendo problemas capilares. ¡Eureka! Dije un día. Y comenzaron a circular por el grupo unos tutoriales de Youtube ad hoc. Fui la primera. La melenita estilo taza me quedó divina. Y las raíces no me preocuparon porque todas las chicas de la tele estaban parecidas. Me siguieron “los muchachos” exhibiendo cada uno una prolija rapada. Y, finalmente, Diana, tijeras mediante, nos emocionó con un corte a la garzón digno de cualquiera de los peluqueros que por esos días berreaban en pos de su peluquería abierta.

Pruebas de zoom, canciones compartidas, recetas de cocina, manualidades improvisadas, clases de gimnasia.

 Después, el Jefe de Gobierno porteño se preocupa por nosotros. Decididamente no tiene idea de los recursos que poseemos algunos septuagenarios. Si sobrevivimos al Proceso, al Rodrigazo, al Menemato, al Corralito … ¿qué coronavirus nos va a derrotar?, digo.

 

Y, para finalizar: quedan los artistas…

Ya lo dijo Enrique Pinti : “pasan los gobiernos, los radicales, los peronistas, pasan veranos, pasan inviernos, quedan los artistas…”

En estos días de desconcierto, de inquietud, una de las cosas que más me consuela es asistir a esos pequeños conciertos en cuadraditos que nos ofrece internet. Todos nuestros artistas cantan generosamente una y otra vez. Y reaparecen canciones que ya son himnos para muchos de nosotros. También cantantes y músicos internacionales nos emocionan en ciudades lejanas y vacías. El espíritu humano se manifiesta en todos ellos. Aquí o allá.Y nos sostiene o nos eleva.

Por eso, no dudé un segundo cuando Liliana Montiel, profesora de coro en el Centro Salamanca, y en muchos otros de la colectividad española, me invitó a participar en un coro virtual.

¡Pobre mujer! Después de esta experiencia el Papa Francisco la va a postular para la canonización en vida. Pero debieran vernos a sus juveniles alumnos haciendo gorgoritos cibernéticos. Una maravilla. Así, desde el Zoom, una nueva aplicación que vino para quedarse, puedo sentirme igualita a Soledad o a Julia Zenko, que con buena voluntad, todo puede llegar a ser. Aunque reconozco que como cantante, escribo divinamente.

¡Hasta la próxima, amigos!

Cati Cobas

 

Los días se hacen largos. Cuando empezó el aislamiento tenía la esperanza de que con la llegada de la primavera todo retomaría su cauce. Pero no parece que será de ese modo. Los “adultos mayores” continuamos encerrados. Hay algunos valientes que se animan a pulular por el mundo y a recibir visitas. No es mi caso. Salgo lo imprescindible,  y procuro soportar estoicamente la situación.

Debo admitir que hay algo que me ayuda a soportar el cautiverio. Algún ángel me contactó con una mamá que quería ayuda escolar para sus hijos. Y mis tiempos del Normal volvieron.

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