sábado, 5 de junio de 2021

338- De subtes y de músicos Caticrónica urbana


Una ya debería llamarse a sosiego. Pero vive en Argentina, bendita tierra de inmenso territorio, maravillosos paisajes, gente amigable y apegada a la familia y decisiones electorales de dolorosas consecuencias para el común de los mortales, entre otras, las que hacen que los ingresos no sean suficientes si una deja la faena rentada. Una vive en Buenos Aires y próxima a cumplir… ¡setenta años! todavía (y gracias al Todopoderoso) trabaja. ¡Y en el corazón de la ciudad!, hecho que muchos considerarían catastrófico pero que a una le alegra la vida, aunque los lectores no lo puedan creer.

La calle Florida, hervidero multicultural, la Avenida de Mayo, sus hermosos edificios, reflejo de una época de esplendor, las librerías y confiterías enmarcan el camino a la oficina, aunque también lo hacen, como creo que en otras megalópolis, la gente que mendiga o duerme en la calle, los “arbolitos”, que así se llama a los que ofrecen al transeúnte cambiar dólares en el mercado negro y una multitud de vendedores callejeros que componen la picaresca urbana exacerbada por la crisis.

Una se siente viva caminando junto a miles de milenials que, seguramente, deben pensar que una está yendo al médico o, a lo sumo, a algún banco a renovar un plazo fijo. Aunque, en realidad, duda que detengan ni un segundo la mirada en otra cosa que no sea la pantalla de su celu.

Se siente viva formando fila en el autoservicio chino, único lugar donde todavía se puede comprar algo para almorzar sin hipotecarse. Y más viva y joven todavía cuando nadie le cede el asiento en el subte. Realmente estos muchachos y chicas embelesados con sus móviles refuerzan su auto estima cuando pierde en el baile de la silla, en busca de un lugar donde sentarse. Total, son pocas estaciones, piensa. Y se dedica a observar rostros, actitudes, atavíos y gestos mínimos (o máximos).

Por ahí una tiene suerte. Y una hermosa chica tatuada de pies a cabeza, testa rapada por un costado y cadenas ad hoc por todas partes, levanta la mirada ¡y la ve! cediéndole el codiciado asiento con gracia y afecto. O una pareja de jovencitos se besa tan amorosamente, en mitad del vagón abarrotado, que a una le dan ganas de aplaudir.

Otras veces una misma fabrica su sino. Sobre todo con los chicos que viajan junto a sus absortos padres cibernéticos, clamando por la atención que no reciben. Una ensaya entonces alguna morisqueta o guiñada de ojo, que entretiene al párvulo abandonado y le permite a una ensayar sus deseos no consumados de ser abuela.

Pero el mayor valor agregado de esta realidad que  vive es, a no dudarlo, la música. La bendita música que rodea cada viaje en subte, ya sea en los vagones, en los andenes o en estratégicos puntos de cruce de recorridos.

Siempre hubo músicos en el metro. El charanguista, igualito a Jaime Torres, el rapero que insistía en contarnos que era preferible rapear a robar, el tanguero que imitaba a Julio Sosa. Pero ahora no se trata de un músico cada tanto. Las melodías nos han invadido. Violines a perpetuidad, flautas traversas, saxos impenitentes, guitarras ultra afinadas.

Estos músicos se dan el lujo de iniciar diálogos entre dos andenes y dejarnos el corazón primaveral junto a Vivaldi o llevarnos de la mano de algún sueño romántico abolerado. También se atreven a volverse gardelianos, si creen que así la cosecha será más prodigiosa. Y la gente reacciona bien, con respeto por lo menos. Muchas veces con aplausos generosos. Muchos pasajeros escuchan, quizás por primera vez, la maravilla de un violín bien tocado “en vivo y en directo”. Hasta se desconectan por un momento de las pantallitas captura-espíritus.

Una tendría que llevar consigo una billetera especialmente preparada para dejar su agradecimiento en cada sombrero, en cada funda. Y, si bien no puede hacerlo todos los días con todos los intérpretes con los que se topa, procura devolver en “parné” tanto deleite musical al paso.

Claro que una comienza a pensar que se está gestando una especie  de émulos del “informe para ciegos” de don Ernesto Sábato, una cofradía secreta que habita el submundo de Buenos Aires con las melodías como arma pero, a medida que observa a los intérpretes, llega a  descubrir a qué se debe la invasión sonora bajo tierra. Son jóvenes emigrantes venezolanos, muchos de ellos músicos, que están formando parte  no estable aún de algunas de nuestras orquestas sinfónicas pero que en este verano porteño deben sobrevivir a las vacaciones de las mismas. Y procuran el sustento a través de la magia del sonido y del conocimiento, ya que la mayoría posee gran capacidad en su arte.

Es evidente que muchos de los que viajan no hubieran disfrutado nunca música de la buena al lado de su oído si no fuera por estos intérpretes.

Apelando a un lugar más que común diré, amigos, que ya no me cabe duda de que todas las circunstancias, aún las más difíciles, como el estar lejos de la patria, pueden dejar algo bueno en los demás. Y agregaré que estar pasando momentos duros hace que los porteños nos volvamos más sensibles a placeres inesperados como el de la música subterránea.

Cati Cobas

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