Cuando a mediados de diciembre dejé de trabajar en una inmobiliaria ubicada en plena calle Florida pensé que, con setenta años, ése había sido mi último trabajo. Pero a los pocos días encontré, justo al lado del consultorio de mi endocrinólogo, en la lejana y hermosa Villa Urquiza, un aviso pidiendo profesores y me tenté, enviando mi currículum, en el que había más arquitectura que docencia pero parece que el mismo fue suficiente para que me convocaran.
Mis amigas me tacharon
de trastornada: ¿una hora de viaje? ¿poca paga? ¡Qué sentido tenía!
Para mí era una manera
de sentirme viva, de disfrutar del contacto con jóvenes, del viaje en tren a
contramano, de probarme que “podía”. Y pude. Varios fueron los alumnos y
ninguno se quejó por suerte.
Pero llegó la pandemia.
Justo cuando me pidieron que viajara hasta el instituto para dar clases de
Inglés a unos mellizos de nueve años. Todavía no se había prohibido viajar
pero, dada mi edad, propuse enseñar en forma virtual, lo que provocó el espanto
de la persona que me convocaba. ¿Clases virtuales? ¡De ninguna manera!
A los quince días
volvieron a llamarme. Y comenzó para mí una de las mejores aventuras cuando
aparecieron en la pantalla… ¡el Capitán y la Princesa Coronavirus!
Ya el seudónimo habla
de mis primeros alumnos. Dice de su capacidad de adaptación a las
circunstancias y de su sentido del humor. ¡Justo lo que necesitaba esta
servidora para aferrarse a la vida!
Fuimos conociéndonos. Y
hasta enseñándonos mutuamente porque yo traté de que pudieran disfrutar del
aprender y ellos me ayudaron con mis dudas cuando algo del Zoom me
superaba.
¡Debieran vernos! Hubo
sombreros, pelucas, películas compartidas, infinidad de recursos siempre desde
la alegría. Y poco a poco pude saber que la Princesa es muy coqueta, adora las
artesanías y se interesa por asteroides y universos desconocidos y el Capitán
sabe de robótica y le atrae todo lo que puede ir aprendiendo sea cual sea el
tema. Supe que los dos quieren tiernamente a sus papás y abuelos y mucho pero
mucho a sus amigos.
Cada martes y jueves
fue una fiesta y un hilito que me obligó durante estos largos meses a
levantarme, vestirme y arreglarme porque ellos me esperaban. Siempre puntuales
y bien predispuestos. Y aunque ahora, gracias a la generosidad de su mamá, mi
mejor agente publicitario, son muchos los chicos que pueblan mi pantalla y a
todos los quiero y disfruto, ellos tienen para mí el sabor de lo recién
estrenado y la alegría del mutuo primer descubrimiento sumado a su capacidad y
don de gentes que hacen muy fácil enseñarles.
Como dije, la Princesa
está siempre procurando la mejor imagen de sí misma y este invierno lució unos
“modelitos” tejidos tan hermosos que no pude menos que felicitarla y decirle
que si en algún momento una mosca aparecía por su casa y se llevaba algún
chaleco era yo la responsable.
“Los teje mi abuela”
fue la respuesta. A eso siguieron mis felicitaciones y mi admiración por la
eximia tejedora que tanto contribuía a su elegancia.
¿Pueden creer que este
sábado la Princesa y el Capitán aparecieron en la puerta de casa acompañados
por su mamá? Y no venían solos. Lo hacían trayendo una primorosa “mañanita”
tejida con habilidad y mucho amor por la abuela tejedora.
Como me habían avisado
que vendrían procuré buscar entre mis libros algunos que pudieran gustarles.
Artesanías principescas para ella y para él, la Grecia antigua y sus templos y
Gaudí, porque pensé que le interesarían. Su mamá acaba de decirme que mi alumno
está pensando en convertirse en mi colega en unos años. ¡Parece mentira que la
pantalla tenga la magia de traspasar en intuiciones los cristales!
Pero sobre todo, es
maravilloso para mí poder recuperar el encanto de la infancia y de la vida en
un momento tan difícil para tantos. Y recibir, hecho tejido, el cariño de mis
alumnos cibernéticos.
Por eso, nos hemos
prometido que cuando termine la pandemia celebraremos, junto a todos mis
alumnos virtuales, en casa, un super cumpleaños PRESENCIAL, sin barbijos y sin
miedos pero lleno de amor y de alegría.
Cati
Cobas
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