Ángela es, a no dudarlo, uno de los mejores regalos de mi vida. Fue maravilloso descubrirnos a miles de kilómetros. Ella, en Madrid, mallorquina por nacimiento, hija de Miguel, mi primo hermano, y yo en Buenos Aires. Fue increíble comprender cuando reencontré a mi familia paterna en el año 2007, que éramos tan parecidas en tantas, tantas cosas. Méritos del ácido desoxirribonucleico, sin dudarlo, plenamente disfrutados por ambas. Nos unen las ganas de vivir y ser felices a pesar de todo, el amor por la lucha, el escribir, el animarnos o atrevernos aunque el precio sea alto y un sentido del humor a toda prueba. Características que compartimos en gran parte con mi prima y tocaya Cati, que vive en Suiza, con la que es otro placer encontrarnos, aunque lo hayamos hecho poco y siempre nos quedemos con ganas de “más”.
Por
eso, cuando Ángela anunció que volaría a Londres, desde Mallorca, por un día,
fue un verdadero alegrón, aunque también me produjo un gran sofoco.
Ángela
es mamá de Miguel y Carmen. Cuando esperábamos a Miguel le tejí una mantita de
colores, en señal de bienvenida, pero cuando Carmen vino al mundo opté por un
juguete musical para su cuna. ¡No quieran saber ustedes cómo el hermano mayor
ha torturado estos años a la menuda, dándole por las narices con la mantita de
colores de la tía argentina!
Carmen
es una niña decidida, que promete completar el cuarteto con su madre y sus tías
Cati duplicadas. Por eso no dudó en pedirme su mantita (la quería colorada) vía
whatsapp. Hecho que me encantó pero al que le di largas pensando que pasaría
mucho tiempo antes de que pudiera entregárselo. Craso error. Cuando Ángela me
dijo que vendría a verme no me dieron tiempo las manos a empuñar las agujas y
la lana para tejerle a Carmen. Ya no fue una mantita. La niña tiene siete años,
y por lo tanto decidimos que se trataría de un poncho, un ponchito rojo.
El
último mes antes de mi partida, junto con los mapas y lecturas sobre los sitios
de este viaje, hubo santa clara al por mayor y a toda máquina hasta que el tejido
quedó finiquitado, y pudo ser guardado en la valija, junto a unos títeres para
los dos hermanos. El sofocón y la carrera permitieron transformar la lana roja,
en cariño para la pícara Carmen, aunque solo pueda disfrutarla a la distancia.
Lo
mejor fue la entrega. El abrazo del reencuentro con su mamá. Una verdadera alegría
para las dos y la misma complicidad que sentimos siempre que estamos juntas.
Para Ángela, la visita tenía el valor agregado del recuerdo de sus años
jóvencísimos, cuando vivió en Londres por un tiempo. Y para mí, contar con la
mejor guía del mundo.
“¿Qué
quieres hacer?” Me preguntó con esa gracia hispana que la caracteriza.
“Mostrame tu Londres” fue mi consigna porteña. Con una salvedad: mi deseo de
visitar el Museo Británico.
¡Pobre
sobrina mía! Viajar tanto para meterse en un museo, pensé, pero todos mis
amigos y colegas me habían insistido tanto que me mantuve firme.
Y
hacia allí partimos a pura caminata sin descanso.
Comenzamos
por cruzar el Parque Saint James, ya que nos queríamos dirigir a la avenida Piccadilly.
Y ahí mismo tuvimos un nuevo regalo: ¡era la hora exacta del cambio de guardia
en el Palacio de Buckingham! Sin pensarlo, quedamos en primera fila para ver
pasar a la banda de los guardias, con sus sombreros peludísimos, desfilando
frente a nosotros. Dios protege a los inocentes, no lo duden… Anacrónico
espectáculo, que no dejó de impresionarme. Nos rodeaba una multitud entusiasta,
que continuaba aplaudiendo cuando nosotros ya nos íbamos en pos del Londres
prometido. El parque que atravesamos era precioso, como todos los parques de la
ciudad. Agua, sauces y flores que parecían haber nacido allí. Delicias de los
diseños paisajísticos británicos de los que algo sabemos los porteños. Menudos creadores,
los ingleses que no convierten la vegetación en geometría.
Ángela
estaba nostálgica. Quiso compartir conmigo su lugar secreto: un pub con todas
las de la ley, “The white horse”. Very british, con una chimenea preciosa,
paredes enteladas con paños a cuadros y decoradas con fotografías de visitantes
ilustres, nos cobijó mientras nos poníamos al día. No nos daban tiempo las
mandíbulas ni la lengua, de tanto charlas y contar. La verdad: no nos
hubiéramos movido de ese lugar. Nos daban ganas de seguir deshilando la vida de
estos últimos siete años en un “como decíamos ayer…” maravilloso. Pero ser
turista conlleva sacrificio.
Piccadilly
Circus me encantó. El ángel que lo preside debe haber sonreído al vernos pasar
con ojos asombrados. Cada edificio, cada teatro, cada espacio me sorprendía y
hacía que comprendiera las añoranzas londinenses de mi sobrina. Menos mal que
no había moscas por ahí porque me hubiera tragado más de una con tanto ¡oh! y ¡ah!
El
Soho y el West End nos descubrieron cálidos rincones, jardines escondidos y
templos de diferentes credos abiertos de par en par para acoger a los
indigentes, que también los hay en Londres, como en todas las ciudades grandes de este mundo.
Llegamos
al Museo. Ángela y su buen carácter me quitaron la culpa. Y me pude sumergir
entre las momias, los frisos del Partenón y otras delicatesen adquiridas en
mala ley por los británicos. Mi alma se rebelaba y a la vez se complacía por la
bendición de poder estar ahí contemplando las huellas de los siglos.
Covent
Garden fue mi consuelo: me encantan los sitios un poquito venidos a menos, pero
con carácter, y así lo viví, perfumada por una cestita de jabón y rosas que me
regaló mi visitante. Me sentía un poquito en la piel de Eliza Doolittle (Audrey Hepburn) la florista de My fair Lady, ya que el lugar
remite a esa época y hace soñar, a no dudarlo.
El
Barrio Chino nos recibió con su arco que, a mi criterio, nada tiene que
envidiar al de nuestra ciudad, y lo dejamos atrás para internarnos en más
rincones casi laberínticos, que hacían que cada vuelta de la esquina fuera un
nuevo descubrimiento. No podía evitar comparar esa traza con el cardo y el decumano
que inspiran nuestras ciudades pampeanas, a puro damero y sin sorpresas.
Delicia de las ciudades con historia y abolengo.
Imaginarán
los lectores que a esa altura de la tarde los alicaídos estómagos de las dos
payesas mallorquinas “very british” clamaban por alimento sólido. Que la
cultura y las ciudades son interesantísimas, pero de carne somos. Así que
volvimos al pub de Ángela por nuestra merienda-cena y yo, que no suelo beber alcohol, me dedique
nuevamente a la cerveza, con lo que cuando despedí a Ángela en la Victoria
Station tuve que mirar un largo rato buscando la estación del Metro que estaba
a cinco pasos.
Pero
había valido la pena: el poncho rojo ya volaba rumbo a La Roqueta y mi sobrina
y yo habíamos vivido un día de esos que se guardan para evocar por si vienen tiempos
más difíciles.
Cati Cobas
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