PrefacioYo, que pude narrar,
desde el humor, el 2001 la crisis
argentina, esta vez estoy casi muda. Absorta frente a una realidad de escala
y destino desconocidos.
No obstante, me he
propuesto compartir algunos breves
episodios de estos días difíciles en los que, de cualquier modo, podemos
extraer alguna cuota de sonrisas o ternura (por lo menos, eso espero)…
El
regreso del piloto rosa chicle
Eran mediados de marzo y
había obtenido turno para vacunarme contra la gripe en un vacunatorio ubicado
en Acoyte y Rivadavia. A cuarenta y dos cuadras de casa.
Fernando, mi hijo, se
ofreció a llevarme con la moto. ¡Aunque no puedan creerlo he subido a ella más
de una vez, qué tanto…! Pero ahora, dos no pueden ir juntos en una moto, por lo
que decidí que caminaría (por suerte cuarenta cuadras son lo que suelo caminar
casi a diario, de modo que no me asustaba el desafío) y de regreso, el subte
casi vacío, me traería a casa para no volver a salir más desde entonces.
Había que equiparse
para la aventura. Y ahí mi afiebrada imaginación recordó el piloto plástico rosa
chicle que me había acompañado en mi paseo por las Ciudades Imperiales el año
pasado y me recordaba los atuendos de los servidores de la salud. El piloto me
protegería, a no dudarlo.
Precursora, agregué un
barbijo y, calzada con zapatillas, me lancé a las calles. Calles casi desiertas
en las que la gente me abría paso con enorme gentileza. “Debe ser porque estoy
en edad de riesgo”, pensé.
Hacía calor. Y viento.
Al llegar a Avenida La Plata el sudor caía a chorros por mi frente y quería
quitarme de la cara los pelos revueltos por el viento pero…prohibido llevarse
las manos a la cara, así que me abstuve.
Se cumplió el rito
vacunístico, y me sumergí en el subte. Estoicamente de pie para no contaminar
mi piloto. Un policía me hizo sentar “de prepo”. Se ve que me tambaleaba
demasiado. Al llegar a Plaza Miserere
me miré en el vidrio de la puerta del vagón y comprendí todo…
Sudada, con la cara
tapada y los pelos cubriéndola, estaba igualita al personaje de la película “La
llamada”…Esa era la razón por la que la gente me abría paso por la calle…
Parecía salida de un film de terror…o que ya portaba el malvado virus.
Mercedes
y el booling callejero
Esto de vivir separada de los hijos nos protege del
virus pero no de los soponcios.
Mercedes, mi hija, no tiene televisión y se maneja
con internet y youtube por lo que, mejor para ella, no está muy pendiente de
las últimas noticias.
Una noche me llamó llorando tan mortificada que no
podía consolarla de ningún modo.
“Me insultaron en la calle”. “Salí de la farmacia y
al volver a casa me gritaban desde los balcones: “andate a casa…” y se la
tomaban con vos, mami… Fue horrible, te juro”.
Ahí me di cuenta. Mi muchacha había salido justo a
la hora del cacerolazo preventivo y, al no estar enterada, tomó, como agresión
personal, la efusiva manifestación de sus vecinos… Buenos Aires da para todo…
Mi
delivery personal
Fernando es querendón,
mamero y motoquero. Y extraña (yo también) sus visitas a casa para cenar y ver
nuestras series favoritas.
La solución que encontramos es autorizarlo a atender a
sus padres ancianos y de ese modo, una vez a la semana, llega con las
provisiones y los medicamentos, y nos saludamos a través de la reja de entrada
a mi edificio mientras dejo en el piso, para que se lleve, alguna de mis
especialidades culinarias. Igualito que cuando Diego Torres gritaba el consabido
“¡Guardias!”.
Nos abrazamos a la
distancia y convenimos en encontrarnos por la noche, apretando al unísono el
play de nuestra última serie en común.
Doy gracias a Dios por
permitirme ser una mujer cibernética y sueño con que pronto los encuentros no tengan
que ser asépticos.
Santino
y yo
Al lado de mi
departamento vive una familia tipo. Papá, mamá, hija mayor y Santi.
Mi lema vecinal es el
de Doña Aurora, la autora de mis días: “cada uno en su casa y Dios en la de
todos”. Pero Santi me puede. Razón por la cual le mando cuentitos al celu de su
mamá y pienso pavadas para dejarle en la puerta y que con ellas se entretenga
un ratito. Me hace mejor a mí saber que un humano pequeñito por un momento sale
del encierro en compañía de esta seudo abuela tan encerrada como él.
El sábado tocaron
timbre. Era Santi, que me había pintado una caja para albergar el huevo de
Pascua que sus papás me habían comprado. Fue verdaderamente un momento
inolvidable para agradecer a esta cuarentena forzada.
El
allium sativum, los peligros y una servidora
“El
ajo es una planta perteneciente a la familia de las amarylidaceae, de especie
allium sativum y del género allium al igual que la cebolla (allium cepa) y el
puerro (allium ampeloprasum); que desde la antigüedad, se ha recomendado para
tratar enfermedades en las que generalmente se usan antibióticos. Numerosos
testimonios recomiendan El ajo como antibiótico
para tratar un gran número de enfermedades.”
¡No digan nada! Ya sé
que a partir de esta pandemia, no hay muchos motivos para sonreír o
directamente reírse. Pero la verdad, si en la crisis del 2001, cuando cundía el
trueque y el corralito, nacieron estas crónicas, ¿por qué no proponerse,
mientras Dios nos dé vida y salud, compartir alguna que otra situación jocosa,
que hasta en los velatorios se hacen chistes?
¿De qué hablo? Pues
comencemos por el título. Mi abuelo Marcial era naturista. Teniendo una
cabellera frondosa, se rapaba y todos los días, invierno y verano, se bañaba
con agua fría y se daba friegas con una tela áspera de toda aspereza. Pero lo
peor era el ajo. Crudo. Crudelísimo. Y mi pobre abuela Isabel y todos nosotros
pagabamos las consecuencias aspirando los vahos y efluvios propios del allium sativum que solo eran compensados
con la bonhomía y carácter amable del respirante cónyuge. El abuelo murió sano
a los ochenta y tres años y siempre pensamos que una de las razones de su
longevidad había sido el consumo intensivo de ajos.
Marcial murió cuando yo
estaba en la facu, y el papá de mis hijos odiaba este vegetal, razón por la
cual, durante toda mi vida adulta, evité consumir ajos crudos en todas sus
formas. Pero…ahora estoy confinada en soledad. Y la imagen y vapores de mi
abuelo y sus ajos me tranquilizan (a qué negarlo). He comenzado a comerlo con
fruición y hasta deleite. Y les juro que me calma la ansiedad. Sé que lo más
importante es estar aislada. Y trato de cumplirlo. Pero lo peor es que, cuando
termine la reclusión, la gente me va a temer más que al coronavirus.
Pasando a los peligros.
Hoy me enviaron un video. Un muchacho se súper protegía contra el coronavirus.
Salía a la calle, y lo pisaba un camión.
No estuve lejos. La
verdad. Abrumada por los memes y videos me hallaba yo hoy a la tarde, en mi
cuarto, y tardé más de media hora en volver a la cocina porque un fuerte olor a
gas golpeaba mis pituitarias. ¡Me había olvidado la pava en el fuego, y al
hervir, lo había apagado! Si por casualidad hubiera habido una chispa…menuda
explosión.
Pero esto no es todo.
¡Terminé con el gas y descubrí como tres mosquitos dando vuelta! ¡Lo único que
falta es el dengue!
Sintiéndome como en el
meme del camión, concluí en que el gran filósofo riojano Carlitos Saúl estaba
en lo cierto: “nadie se muere en la víspera”.
Ajo y agua, queridos
lectores. Espero poder seguir torturándolos literariamente hablando.
La
Tercera no será la vencida
Esta pandemia me ha
permitido descubrir cuántos salvavidas he ido generando a lo largo de la vida.
Uno de ellos son los grupos de amigos (entendiendo por tales esos grupos de
whatsapp que armamos con asociaciones como “Chicas de primaria”, “Chicas de la
facu”, “Coro en cuarentena”, por ejemplo. No hace falta que aclare que las
referidas chicas son todas “Baby boomers” consuetudinarias.
Pero el mejor para mí
es uno que se llama “Muchachos y chicas” en el que somos parte Eduardo y Diana,
maestros, y Jorge y yo, arquitectos. Jorge es mi “ex” y padre de mis hijos,
pero aquí es un muchacho más. Los cuatro vivimos solos. Si los archivos de este
grupo hablaran…
Una de las funciones de
este grupo es sabernos vivos. Por la mañana, Diana, haciendo honor a su nombre,
toca ídem y nos despierta con alguno de esos dibujitos que nos roba memoria del
teléfono pero también nos alegra el día. Dicen, por ejemplo: “Hoy hay sol y va
a ser un día genial” o “Un pajarito me dijo que en cuarenta días será primavera”
o”Tener amigos es la mejor bendición”…y siguen las ideas. A continuación vamos
dando los buenos días y así certificamos nuestra entidad. Casi todos tenemos
hijos, y nos quieren, y se ocupan pero no van a estar confirmando nuestra
vitalidad todos los días, obviamente, que para eso los milenials no han sido
formados.
Alguna vez, alguno de
los cuatro miembros del grupo no respondió, e inmediatamente estuvimos
comunicándonos con él para verificar el respectivo amanecer.
Por la noche, un “hasta
mañana que descansen” cierra el día y nos vamos a dormir con una mágica
sensación de compañía.
Lo mejor de este grupo
es que podemos compartir impúdicamente nuestras mayores o menores sapiencias
con respecto a las nuevas tecnologías y no avergonzarnos de no saber. Los
aprendizajes obtenidos superan los bochornos.
Un día comenté en el
grupo que mi hijo Fernando me había sugerido poner un podómetro en el teléfono.
Un celular con cuenta pasos, bah.
Les di el nombre de la
aplicación pero al rato, un miembro de identidad reservada me llamó
recriminándome porque el cuenta pasos no movía la aguja y él (o ella) había
dado más de diez vueltas a la mesa del comedor. La pregunta fue: ¿Dónde pusiste
el teléfono? ¿Lo llevás encima? Y la respuesta fatal: “¡No! Lo dejé sobre la
mesa!".
Dije que la tercera no
será la vencida. Y mi grupo de muchachos y chicas lo confirma. Llegó el día del
corte de pelo. Habían pasado ya dos meses de encierro y todos veníamos
sufriendo problemas capilares. ¡Eureka! Dije un día. Y comenzaron a circular
por el grupo unos tutoriales de Youtube ad hoc. Fui la primera. La melenita
estilo taza me quedó divina. Y las raíces no me preocuparon porque todas las
chicas de la tele estaban parecidas. Me siguieron “los muchachos” exhibiendo
cada uno una prolija rapada. Y, finalmente, Diana, tijeras mediante, nos
emocionó con un corte a la garzón digno de cualquiera de los peluqueros que por
esos días berreaban en pos de su peluquería abierta.
Pruebas de zoom,
canciones compartidas, recetas de cocina, manualidades improvisadas, clases de
gimnasia.
Después, el Jefe de Gobierno porteño se
preocupa por nosotros. Decididamente no tiene idea de los recursos que poseemos
algunos septuagenarios. Si sobrevivimos al Proceso, al Rodrigazo, al Menemato,
al Corralito … ¿qué coronavirus nos va a derrotar?, digo.
Y,
para finalizar: quedan los artistas…
Ya lo dijo Enrique
Pinti : “pasan los gobiernos, los radicales, los peronistas, pasan veranos,
pasan inviernos, quedan los artistas…”
En estos días de
desconcierto, de inquietud, una de las cosas que más me consuela es asistir a
esos pequeños conciertos en cuadraditos que nos ofrece internet. Todos nuestros
artistas cantan generosamente una y otra vez. Y reaparecen canciones que ya son
himnos para muchos de nosotros. También cantantes y músicos internacionales nos
emocionan en ciudades lejanas y vacías. El espíritu humano se manifiesta en
todos ellos. Aquí o allá.Y nos sostiene o nos eleva.
Por eso, no dudé un
segundo cuando Liliana Montiel, profesora de coro en el Centro Salamanca, y en
muchos otros de la colectividad española, me invitó a participar en un coro
virtual.
¡Pobre mujer! Después
de esta experiencia el Papa Francisco la va a postular para la canonización en
vida. Pero debieran vernos a sus juveniles alumnos haciendo gorgoritos
cibernéticos. Una maravilla. Así, desde el Zoom, una nueva aplicación que vino
para quedarse, puedo sentirme igualita a Soledad o a Julia Zenko, que con buena
voluntad, todo puede llegar a ser. Aunque reconozco que como cantante, escribo
divinamente.
¡Hasta la próxima,
amigos!
Cati
Cobas
Los días se hacen
largos. Cuando empezó el aislamiento tenía la esperanza de que con la llegada
de la primavera todo retomaría su cauce. Pero no parece que será de ese modo.
Los “adultos mayores” continuamos encerrados. Hay algunos valientes que se
animan a pulular por el mundo y a recibir visitas. No es mi caso. Salgo lo
imprescindible, y procuro soportar
estoicamente la situación.
Debo admitir que hay
algo que me ayuda a soportar el cautiverio. Algún ángel me contactó con una
mamá que quería ayuda escolar para sus hijos. Y mis tiempos del Normal
volvieron.