Querida Marcela:
Fuiste la primera. La
primera en llamarme “tía” entre los hijos de mis amigos. Vivíamos en el mismo
edificio por esas causalidades del destino, y siempre te consideré un regalo.
Cuando una no puede
tener hijos biológicos y los desea muy fuerte, muchas veces la gente cercana, con
hijos, se pone egoísta y le cuesta “prestar” los suyos. Tal vez crea
(equivocadamente) que una podría malquererlos.
Tu madre fue
inteligente y generosa de vos. Esos sábados en que golpeabas a mi puerta para
jugar con mis “joyas” (simples fantasías por supuesto) o para usar mis
maquillajes o disfrazarnos en complicidades fueron para mí dulce consuelo
mientras esperaba la llegada de mis hijos.
Eras linda, vivaracha,
conversadora, curiosa y también inocente.
Tus tres añitos
asombrados frente a la puerta del subte cuando yo te susurraba “decí Sésamo
ábrete” logrando encenderte el corazón de asombro cuando las puertas se abrían
al llegar a la estación todavía me iluminan, querida Marcela. Y nunca más vi
unos rizos más dorados que los tuyos entonces. Acompañarte a dormir con “el
cuentito” no lo hubiera cambiado por nada, lo aseguro.
El tiempo pasó. Llegaron
tus hermanos y tus primas y los veranos inolvidables en el campo. Tiempo de cuentos
y juegos; dibujos y caminatas entre árboles añosos. Hubo cumpleaños y tortas
porque nunca pude evitar mimarte especialmente. Pido perdón a tus hermanos por
eso. Pero es que cuando fue el tiempo de ellos ¡por fin! habían llegado mis hijos y ya no fue tan simple para mí.
Vos despuntabas la
adolescencia y con ella llegó la lógica distancia. Aunque nunca dejé de ser
para vos “la tía Cati” hecho que siempre consideré un título casi nobiliario.
Ha pasado la vida. Sos
una mujer hecha y derecha. También mi abogada, cuando hubo lugar.
Y al encontrarnos, pude
comprobar que aquella tierna complicidad continuaba intacta. Pude saber que lo
que se siembra en el espíritu de un niño sensible y de buena madera puede obrar
el milagro de revivir en otros.
Porque el otro día,
cuando te deseé feliz cumpleaños me dijiste, generosa como tu mamá, que me
cabía el honor (junto a tus tías “de sangre” por supuesto) de haberte inspirado
para ser una buena tía de tus ahijados y sobrinos. Que ahora entendías la
felicidad que se puede sentir con esos lazos de amor que se construyen porque
uno lo desea (o lo necesita).
Gracias, Marcela, por
hacérmelo saber. Alguna vez le dije a mi Mercedes que el amor es lo único que
si hay que repartir se multiplica, que no mengua. Verte mirar a Martina con
orgullo infinito es una prueba más de que tu “tía Cati” no estaba equivocada.
Estoy segura,
segurísima de que algún día vas a ver a tu sobrina feliz con sus sobrinos tal y
como yo te veo ahora a vos. Y no te va a caber en el pecho el corazón de la
alegría.
Cuando yo no esté
(espero que dentro de mucho tiempo) va a haber una caja con mis “joyas” para
que vos la cedas a tus sobrinas y así la vida continúe con su milagro de
recuerdos y ternura.
“Tu” tía Cati
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