Tiempo de pandemia. El
sol me saca temprano de la cama y decido invitarme a caminar. Barbijo en boca y
nariz, agradeciendo el madrugón que me permite encontrar poca gente. El cielo
está diáfano y los jacarandaes estrenan sus primeros lilas. Enfilo por la
Avenida San Juan rumbo a su colega Entre Ríos, y me propongo llegar hasta Plaza
Congreso. Con ojos de turista. Algo es algo, me digo. Quizás, hasta me anime a
un cafecito, qué tanto.
Desde que vivo en San
Cristóbal suelo caminar por la Avenida Entre Ríos para realizar compras, ya que
son muchos sus comercios y, sobre todo, bien provistos. Pero hoy mis ojos se
deslizan hacia arriba, como si estuviera paseando por un lugar desconocido y no
dejo de asombrarme.
Justito en la esquina
de San Juan y Entre Ríos descubro una placa en memoria del escritor y
periodista Rodolfo Walsh. Se encuentra sobre los muros del imponente edificio
del Banco Nación. Todavía existe el buzón junto al cual fue muerto Walsh
mientras intentaba depositar en él una carta pública, en la que denunciaba
hechos aberrantes del “proceso”. Recordar esos hechos no es lo mejor para
animarme en este domingo “pandémico” pero acude a mi mente un lema que continúa
vigente (los pueblos que olvidan su historia…) y me impulsa a continuar.
Parece que continuamos
con temas difíciles (¿será el coronavirus?) porque paso frente a la “Casa del
ahorcado” o Casa Anda (Entre Ríos 1081), construida en 1913 por el
arquitecto Virginio Colombo. Estremece contemplarla. Tapiada y casi derrumbada
parece querer derramar sobre el transeúnte su triste historia de amor, celos y
muerte mientras una inquietante ventana abierta afiebra mi imaginación y me
hace ver siluetas que no existen. ¡Basta!, me digo, y paso rápido frente a la
sede del Partido Comunista desde la que el Ché vigila mi paseo.
Contemplo, con asombro
renovado, el edificio construido por el arquitecto Guillermo
Álvarez, otro hito de la avenida: un edificio de departamentos construido en 1930,
que se destaca por el arco monumental en su fachada y el pasaje interior
privado, que se abre desde la entrada principal. ¿En qué se habrá inspirado mi
colega?, me pregunto. La escala de la construcción y ese hueco abierto a la
ciudad me parecen tan originales como muchas construcciones europeas.
Llego al cruce con la
Avenida Independencia. Allí se erige el Mercado San Cristóbal, con sus arcos
singulares y sus muros de ladrillo. Establecido en 1882, el más antiguo de la
ciudad en actividad, fue construido en 1945 por el fecundo estudio Sánchez
Elía, Peralta Ramos y Agostini. Sobre la ochava del mercado se encuentra desde
hace cien años el Gran Café Gardel, una de las víctimas inocentes de
recicladores desinformados pero vivo y coleando, con sus veredas llenas de
parroquianos que disfrutan su café con leche matutino.
A
partir de Independencia, una serie de edificios, a cual más bello, comienza a
desfilar frente a mis ojos. Muchos se han estado renovando, mientras que otros
claman a gritos por algún mecenas que los proteja. No hay homogeneidad en la
edificación, hasta muy cerca del Congreso se intercalan conjuntos de edificios
residenciales de varios pisos con construcciones centenarias de estilos
variados: francés, español, italiano y diversas combinaciones eclécticas. Uno
puede imaginar la evolución de Buenos Aires con solo contemplar las diversas
siluetas que se despliegan cuadra a cuadra.
Entretanto, agradezco a
las autoridades de la ciudad que hayan conservado faroles y carteleras del
siglo pasado. Son deliciosos. Tanto como algunos cafés con solera (Ebro y Café
del Pelado), aunque hayan sufrido la inspiración alocada de unos decoradores
bastante incoherentes, por cierto. ¿Tanto cuesta mantener líneas de diseño
originales?, rezongo sola.
Pronto me deslumbra “un
edificio de arquitectura fastuosa rematado con una cúpula, construido por
arquitectos franceses para la Asociación Española de Socorros Mutuos, reflejo
de la importancia de las asociaciones solidarias creadas por los millones de
inmigrantes que llegaron a la Argentina entre 1850 y 1930”. Mis ojos pasan de
su cúpula a las cercanas del Congreso y de la Confitería del Molino y mi
imaginación vuela hacia otros tiempos en que Argentina vivía una realidad
diferente.
Me prometo averiguar, al llegar a casa, qué personajes caminaban antaño por ahí. De ese modo les cuento que surgieron nombres emblemáticos de nuestra historia y cultura. Incontables políticos, que visitaban el Bar Victoria (cerrado desde la cuarentena), músicos como Razzano y Canaro, gente de la cultura como Duchamp o García Mansilla y una infinidad de actores que concurrían a su Sociedad a pocos metros de la avenida.
Plaza Congreso está
desierta, solo vigilada por los hombres del martillo que coronan un edificio
público sobre la Avenida Rivadavia. Vuelvo sobre mis pasos bajo el verde gentil
de las tipas de la avenida mientras algún que otro benteveo me alegra con su
saludo.
Para el café, aromático
y caliente: la vereda del Gardel. ¡Bendita vida, a pesar de todo!
Cati
Cobas
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