La noche del día de matanzas, una fría noche de luna casi llena, trajo al huerto de los primos un cierre especial. En el que hay, por cierto, un exceso de Miqueles o Migueles, pero, ya saben, los mallorquines nos caracterizamos por este tema de repetir los nombres honrando a los abuelos, y yo tengo un primo Miguel por cada hermano de mi padre, por lo que, en este caso, se trata de un cuadruplicado familiar masculino así como hemos salido duplicadas las “muchachas”, con mi tocaya suiza. Era un nuevo regalo que Apolonia, esposa de Miguel II (el I es porteño, por orden de nacimiento) y madre de la Adelantada y de Joana Aina, me quería hacer, en prenda de su cariño, a pesar de estar pasando por la pena de la enfermedad de su mamá.
Como si hubiera tenido poco con el trajín de ser madona en la matanza y con el ir y venir del sanatorio donde “sa padrina Joana” estaba internada, se permitió invitar a una comida a todos los hijos de los hermanos de mi padre. ¡Sí! ¡Volví a tener a los Covas nuevamente reunidos! Fue una cena simplemente deliciosa (en la que mucho tuvo que ver Joana Aina), coronada por unas ensaimadas traídas por los primos a cuál más rica.
El dueño de casa me pidió que dirigiera unas palabras a los asistentes pero esa noche no las pude encontrar. ¡Habían sido demasiadas emociones! ¡Demasiadas vivencias en tan poquitas horas! A lo que había que sumarle la pena que me daba ver trajinar a mi prima a pesar del cansancio y de las preocupaciones, atendiendo aquí y allá. Así fue que me dediqué a conversar con quienes tuvieron la delicadeza de venir a reunirse pero yo, siempre tan locuaz, me quedé muda de “discursos”.
Ahora, lejos de esa fría noche, la evoco y recupero la tierna amabilidad de Miguel, unida a la cortesía de su hermano Baltasar, los vivarachos ojos de María, la cálida bienvenida de Toni y Pere, la simpatía de Miguel, junto a la presencia afectuosa de su esposa Magdalena, la sonrisa de Pedro y de su gente, la presencia de mi Sibila propia, la dulce Dolors y de su esposo, el siempre mentado Sebastià, junto a sus hijos. Este último protagonista de muchas de estas crónicas y responsable, en parte, de que escribiera la historia familiar que me había permitido volver nuevamente a esa isla de donde papá partiera para América. Evoco, además, a toda la familia de Miguel y Apolonia, a quienes mucho quiero y de los que ya he hablado hasta cansarlos. Y, como broche de oro, recuerdo a la tía Jaumeta, con sus coquetos ochenta años llenos de vida, de tierna picardía y de la más hermosa mallorquinidad que haya conocido.
Y comprendo que debí decir que teníamos que ser concientes de estar viviendo un hecho absolutamente extraordinario. Porque en tiempos en que las discordias y desuniones familiares están a la orden del día nos habíamos dado el lujo de volver a unirnos, de abrazarnos, de saber unos de los otros por el puro placer de hacerlo, porque sí, sin esperar nada a cambio. Y que en nuestros abrazos se estaban abrazando los que ya no están y no se atrevieron a cruzar abismos. Que la vida puede tener magia, representada en las palabras de una novela que hablaba de los que nos precedieron y que permitió, de la manera más inesperada, volver a reunirnos bajo el influjo de la casi luna llena invernal en esa casa campesina de la roja tierra campanera.
Lo digo ahora, desde aquí, pantalla y tiempo mediante porque nunca es tarde para darse cuenta. Para comprender, sin vueltas y sin excusas, qué es lo que debiera haber dicho aquella noche en el huerto, donde todos nuestros padres vivieran, junto a Miguel y Catalina, nuestros abuelos. Y decirlo con todas las letras. Las mismas que empleé al recibir mi premio:
Simplemente, ¡gracias! ¡Gracias a la Vida…!
Cati Cobas
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