levaime a donde me esperan
unha nai que por min chora,
un pai que sin min n'alenta,
un irmán por quen daría
a sangre das miñas venas,
e un amoriño a quen alma
e vida lle prometera.
Si pronto non me levades,
¡ai!, morrerei de tristeza,
soia nunha terra estraña,
donde estraña me alomean,
donde todo canto miro
tomo me dice: «¡Extranxeira!»”.
Rosalía de Castro
Y, definitivamente, este mes de julio ha sido mi tiempo de volver a Galicia. A la Galicia de tierra, mar, pinares y botafumeiros, que me debo. Y a otra, la de mi infancia en Parque Chacabuco, muy próxima, decididamente barrial y absolutamente porteña.
La Galicia de Carmen, rubicunda, trabajadora y voluntariosa llamando a comer a su hijo José Luis, mi amigo, los brazos en jarra sobre la cadera generosa: “¡Jose Luis, ven p’raquí, home…!” Mi amigo, rubio y de ojos zarcos dejaba todo y corría respondiendo al llamado. Es que Carmen era una mujer para respetar y obedecer, exigente y dura en apariencias pero disimuladamente tierna para querer a su muchacho.
Sí, amigos, volví a mi Galicia propia, la semana pasada cuando el Coro de Residentes de Vigo me regaló un Día del Amigo con gaitas y pandereta. Para reencontrarla el viernes en la hermosa celebración Aniversario del Centro de Galicia y Buenos Aires. Ahí, junto a mucha gente llena de cordialidad pude gozar de una noche de “galleguidad” y alegría maravillosas, donde pude sentirme como una más. Porque, a pesar de que mis orígenes provengan de Mallorca, nada de lo gallego me es ajeno.
Gallegos eran los abuelos de Lidia, mi mejor amiga de la infancia. Todavía veo a Don Manuel, sastre primoroso, sobre su mesa de corte o cosiendo puntada tras puntada, la percalina de una chaqueta. En una casa, perfumada por su esposa e hijas, de lavandina y jabón blanco. Una casa, en la que hasta los elásticos de las camas se cepillaban semanalmente con alcohol. Pulcros hasta lo indecible, hacían del trabajo su mayor blasón y orgullo.
Gallegos, también, los padres de Elsa, otra de mis amigas. Don Manuel era carpintero. Lo he visto a toda hora sudando en el taller, donde carrozaba camiones con una seguridad y fortaleza dignas de encomio.
Gallega, la familia de Hugo. Don Pepín y Doña Filomena, amigos de mis padres, desataban morriñas en el patio de Devoto, mientras nosotros jugábamos a la mamá y al papá, tratando de imaginarnos grandes…
Gallego, mi (y digo bien “mi”) almacenero José, el que siempre tenía una yapa riquísima junto a un guiño cómplice de sus ojos también azules como los de José Luis.
Y gallega, entrañable gallega, Doña María, la dueña de la panadería La Mimosa, tan parecida a la actriz Amalia Sánchez Ariño, que a veces me hacía dudar, pensando que se había escapado de la pantalla.
Por eso, tal vez, ayer en el Centro Lalín me sentí una más mientras María González Rouco nos contaba sus historias de abuelos y regresos. Mientras todos los presentes nos emocionábamos con historias de inmigrantes gallegos, vascos, franceses o armenios, llenas de sentimiento y emoción.
Por todo lo que he dicho, porque siempre consideré un honor que me llamen “la gallega” aunque el ciento por ciento de mis raíces estén afincadas en la Roqueta mediterránea.
Porque no hay mejor honra para mí que ser decente y noble, trabajador y empeñoso. Pero también tierno sin exageraciones. Y de todo eso, los gallegos que he conocido a lo largo de la vida saben un largo rato.
Volví a casa y devoré el libro “Volver a Galicia” Cuentos y poemas con gallegos argentinos. Lloré con Manuel y Carmiña, regresé junto al indiano y me prometí que más temprano que tarde contemplaré de cerca la Torre de Hércules, las rías y la Catedral de Santiago. Más temprano que tarde, volveré yo también a Galicia porque, a pesar de no haber estado nunca transitando sus caminos, la he vivido desde siempre.
Gracias, María, por haberme devuelto este tiempo adormecido en la memoria de la niña que fui y que espero reencontrar cuando vuelva a Galicia…
Cati Cobas
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