Soñar las tibias aguas cristalinas del Mare Nostrum de la civilización romana me permitió sobrevivir a todos los naufragios. A todos los barcos encallados en estas costas barridas por los vientos. Porque mi sueño azul tenía la certeza de que allí hallaría refugio y esperanza. La persistente esperanza de comenzar de nuevo.
Y fue el Mar, en las agrestes playas del Migjorn o en las refinadas orillas cercanas a Pollensa. En las bellas costas vírgenes de la Isla de Cabrera o en Soller, entre frágiles veleros y llaudes. Cada cala, cada roca, cada cueva espejó mis certezas más profundas. Hasta que el encuentro con La Foradada, tan cerca del mirador del Archiduque, con el infinito horizonte como límite, hizo el despertar más azul y más perfecto.
El mar, ese mar inolvidable, me dio lo que esperaba. Él se mantuvo siempre ahí: cálido y sereno. Sus playas blancas recibieron a mis pies cansados sin preguntar qué me llevaba a ellas. Sin cuestionar cada guijarro que pisaba. Comprendiendo. Acompañando. Bendito azul de mil azules. Jordán de mi alma acongojada.
En el esfuerzo de la travesía más que inmenso, el Mediterráneo supo entregarme plenitud a manos llenas, restañando cada herida, cada pérdida.
Bendito aquél que, generoso, pudo aceptar que, agotada, recurriera al azul como a la Fuente mientras absorta buceaba por respuestas. Bendito igual quien no pudo soltar a sus amarras para aceptar a esta mujer que no era la de siempre, sino alguien que soñaba convertirse en alga, en pez o caracola, renacida al calor de un verano diferente.
Quizás en un tiempo se comprenda cuánto azul transparente hace falta para seguir de pie o caminar sobre las aguas…
Cati Cobas
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