Los jacarandaes no han despuntado todavía al borde de los diques de Puerto Madero. Muestran su esqueleto desnudo, con el encaje de sus frutos a punto de caer, para dar paso al estallido de vida y el desborde de azules y de lilas con el que se vestirán en pocos días. Los lapachos rosados, en cambio, contrastan contra el cielo celeste y transparente, mientras el sol brilla en el espejo de agua que corre
a nuestro lado.
Una regata de pequeños veleros se desliza mientras la gente camina, con ojos enamorados por esta parte de Buenos Aires, único logro que no puedo dejar de reconocer a nuestro ex presidente con apellido capicúa.
¡Puerto Madero! Las grúas amarillas, ahora solamente decorativas, recuerdan los tiempos en que la zona se llenaba de hombres rudos que descargaban la mercadería de los barcos. Mercadería que se guardaba en los docks convertidos en universidades,
oficinas y restaurantes, cuya elegancia nada tiene que envidiar a ninguna gran ciudad del mundo.
Los jardines están llenos de geranios, el Puente de la Mujer traza un arco sobre el agua y nos lleva a la otra orilla, la más cercana al río, con sus altas torres y sus hoteles de gran lujo. Hay otra vida, de eso no cabe duda. Una vida de mármoles y vidrio con vista al Uruguay y a mundos impensados. Y si bien es carísima, caminar por las calles en las que esa vida se desarrolla es, por ahora, absolutamente gratis. Nos hace soñar mientras disfrutamos de las fuentes o del inmenso hall de aquel hotel con cinco estrellas. También de las totoras, que han venido del campo a la ciudad, convertidas en arbusto decorativo de última moda, y se preguntan dónde anda
n las vacas que solían custodiar cuando solamente la pampa era su cuna.
Las mesas de las confiterías, a la vera del agua, están repletas de gente que disfruta su café bajo las sombrillas coloradas. Otra, más modesta, toma mate sentada en elegantes bancos de madera.
Recostada sobre la baranda que bordea el dique, contemplo el buque escuela Presidente Sarmiento y evoco aquellos barcos en los que llegaran nuestros abuelos inmigrantes. ¡Qué diferente Buenos Aires los habrá recibido! ¿Qué dirían los abuelos si vieran el lujo que ha transformado esta parte de la ciudad en una zona tan plena de vida? Los imagino caminando los adoquines que ahora piso, cargando sus pequeñas maletas llenas de esperanza en esta tierra, a comienzos del siglo XX. Ahora también tenemos extranjeros, pero son turistas, no inmigrantes europeos con bolsillos vacíos y ganas de comenzar de abajo.
Dos muchachas delgadas y muy ágiles avanzan con sus rollers, mientras un matrimonio procura poner paz entre sus hijos, que disputan por un paquete de pocholo. Giro la mirada hacia la ciudad vieja y la Casa Rosada se yergue, orgullosa, tras
la estatua de Colón, cerquita de la Recova.
El sol de noviembre en Puerto Madero preanuncia que pronto llegará por aquí el verano.
La Navidad de jazmines está cada vez más cerca. Y un manso gozo de estar viva me acuna al ritmo del agua que corre en marrones y platas.
La vida, la vida siempre se impone. Y mucho más si es noviembre, y los jacarandaes amenazan con estallar en azules y lilas bajo el sol, aquí, en Puerto Madero.
Cati Cobas
2 comentarios:
Cati: tu crónica ha mencionado algo muy caro a mis sentimientos, la Fragata Sarmiento; mi viejo hizo con ella el último viaje por el mundo. Gracias. Un beso.
Gracias, Lucía por hacerme saber de los recuerdos que te despertó mi crónica...Un abrazo enorme.
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