lunes, 11 de octubre de 2010

256-Una boda de película


Hace alrededor de un mes recibí con entusiasmo la noticia. Soledad, la hija menor de Silvia y Ernesto, amigos de toda la vida, se casaba, y nos invitaba a la fiesta que se celebraría un sábado a mediodía en uno de los (sino “el más”) lujosos hoteles con que cuenta Buenos Aires, más precisamente la Mansión del Hotel Four Seasons.

Ya me empecé a poner nostálgica y evocativa como buena tía postiza. Conocí a Sol a las veinticuatro horas de nacida, la vi bailar con mucha gracia vestida de indonesa cuando no levantaba un cuarto del piso, y ahora asistiría a su boda…¡Qué alegría!

Claro que la alegría comenzó a trastrocarse en un poco de preocupación mientras pensaba en cómo vestirme para el acontecimiento. La boda sería al mediodía, pero el lugar era de mucho rumbo y elegancia. No podía ir así nomás. Aunque a la vez deseaba ser discreta y elegante. ¡Qué dilema!

Como se imaginarán, comenzaron las caminatas en pos de la ropa adecuada hasta que merced a los buenos oficios de mi Robert y a su natural generoso, si los hay, encontré lo justo y necesario. Y lo compramos. De solo imaginarme en la fiesta con esa chaqueta de marca, junto a una blusa ad-hoc, me regodeaba. Era de seda color natural, corte y estructura perfectos; se adecuaba a mis redondeces, disimulándolas. Sobria pero con estilo. En fin: la prenda soñada para una celebración que sería tan importante.

Se completó el atuendo de Jorge con una corbata de lo más mona, se compró el regalo y ya estuvo todo listo para el gran día.

¡El gran día! Vuelven a mí las palabras de Isidro Salzman, mi profesor de Literatura, insistiendo en que la Literatura tiene que tener efectos dramáticos y yo tengo para contar de la fiesta solamente cosas lindas. Bueno, casi todas cosas lindas, en realidad.
Comenzaré, como buena arquitecta, por el escenario, un edificio construido entre 1916 y 1920 y que perteneciera a un “patricio” argentino, don Félix Saturnino de Álzaga Unzué, y a su esposa y prima segunda, doña Elena Peña. Una mansión de estilo clasicista francés Luis XIII, con algunos toques de influencia borbónica, que se integraron al anterior estilo sin interferir sus armoniosas proporciones. Los interiores, Luis XV y Luis XVI, nos mostrarían el célebre refinamiento de este matrimonio al que su antepasado, el españolísimo don Martín de Alzaga, el más importante comerciante y héroe de las Invasiones Inglesas en la época colonial, hubiera considerado, quizás, algo afrancesado a juzgar por sus gustos, aunque digno descendiente de su noble origen vasco, hidalgo y “aristocrático”.


Y comenzaba la película porque traspusimos la imponente reja de hierro y bronce y avanzamos hacia un vestíbulo con pisos de mármol y un importantísimo vitraux, que coronaba una escalera digna de Scarlet O’Hara en "Lo que el viento se llevó". Y a partir de ahí fuimos caminando, acompañados por violines, hasta un soleado y primaveral jardín de ensueño, para toparnos con la sonrisa de la novia. Es que a Sol la precede siempre su sonrisa, y ésta no implica solamente a su boca sino a sus ojitos dulces y a su espíritu. Un espíritu valiente y luchador pero lleno de ternura y de generosa magnanimidad, que merece haber encontrado, por fin, la felicidad en ese muchacho al que poco conocemos pero al que intuimos profundamente enamorado.

"El padre de la novia" y su mujer también nos recibieron con abrazos, que nos hicieron sentir sinceramente bienvenidos, de modo que pudimos dedicarnos a disfrutar cada pedacito de historia hecho moldura, mural o boisserie de roble. Los salones, engalanados con tulipanes rojos y velas ambarinas en candelabros de cristal, resplandecían e iban recibiendo a los invitados, en su mayoría jóvenes, felices con la dicha de los novios.

Siguiendo mi lema de que “los amigos de mis amigos son seguramente buena gente, como ellos” optamos, entonces, por dedicarnos a la degustación de los manjares que se hallaban dispuestos para agasajarnos, en compañía de dos amigas de mi amiga Silvia.

¡Ay, Señor! Tantas cosas ricas y presentadas con excelente gusto, compartidas en amena reunión, completaron ese mediodía espléndido.

Y, a continuación, el vals en la glorieta del jardín y luego un show con baile , a cargo del hermano del novio, un excelente intérprete. Show, reconozcámoslo, en el que mi marido se portó como los dioses, ya que no se quejó ni una vez y estoicamente me acompañó desde los Beatles hasta la Mona Giménez y el trencito, con una sonrisa que hacía juego con la de la contrayente.

La verdad, analizando lo que he escrito hasta el momento tengo la sensación de que mis lectores pensarán que jamás fui a un casamiento. ¡Qué va! He ido a muchos pero ninguno como este: realmente digno de Hollywood.

Claro que a esa altura de la jornada mi chaqueta comenzó a molestarme porque había entrado en calor con tanto sandungueo, por lo que la apoyé en un sillón de los muchos que había en el salón principal. Y ahí, precisamente ahí, pude experimentar lo que el personaje de Peter Sellers en “La fiesta inolvidable” debe haber sentido porque de repente, los ojos de mi Robert se pusieron bizcos. Y su expresión desencajada me hizo comprender que algo muy serio había ocurrido. Y así era: la vela de uno de los cristalinos candeleros había echado chispas, y éstas tomaron mi modelito, haciéndole un agujero negro en el hombro, equiparable en mi corazón al de Hawpkins en el Universo.

¿Cómo se vuelve de un dolor semejante? ¿Cómo se sigue haciendo como que no pasó nada cuando se sufre tamaña ignominia? No fue difícil realmente. La mesa dulce estaba dispuesta, los novios, felicísimos y el disc jockey como un pingo en las gateras, de modo que con Cayian nos fuimos a bailar de nuevo pensando si nos dedicaríamos al tiramisú o a la marquise de chocolate mientras una amable señorita retiraba de mi vista los despojos de mi elegante prenda envueltos en una funda con el estampado del hotel.

La tarde promediaba y cuando dejamos atrás, sonrientes a pesar del mal trago, ese trocito de vida tan hermoso, volvimos a pensar en el cine porque esa boda, la de Sol y Gustavo, para nosotros sería, a no dudarlo, y para siempre “Algo para recordar”.

Cati Cobas

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Para tu consuelo o desconsuelo según se mire, te diré, que si yo hubiese ido a una boda como esa, se me hubiese quemado la chaqueta a mi... ¿será eso genético?

Un abrazo grande, Angela

CATI COBAS dijo...

Para mí que sí. Tendríamos que preguntarle a Cati de Suiza...Gracias por el consuelo. Vi las fotos del bomboncito en el Facebook del papá. ¿Por qué no le ponen una estampilla a la caja con agujeritos y me lo mandan? Besos