Dice Wikipedia: “El minimalismo, en su ámbito más general, es la tendencia a reducir a lo esencial, a despojar de elementos sobrantes. Es una traducción transliteral del término inglés minimalism, o sea, que utiliza lo mínimo (minimal en inglés). Es también la concepción de simplificar todo a lo mínimo”.
Sí amigos. Yo “tuve” coche, “tuve” casa en un country, tuve mayores posibilidades económicas, “tuve” una serie de personas y cosas que ya no tengo pero cuya pérdida me ha permitido disfrutar de otras personas y otras cosas, que continúo teniendo y que me hacen la vida amable día a día.
Una de las que no he perdido, gracias a Dios, es el sentido del humor, que me lleva a descubrir una razón nueva para reafirmar mi pertenencia a un club tan especial: desde que Salem, el gato y Mila, la perra, ambos de Mercedes, mi hija, tomaron posesión de nuestros aposentos: ¡TUVE CASA! Pero me he constituido simultáneamente en creadora de un nuevo estilo decorativo: el mini”animalismo”.
Quienes me conocen saben que, como buena descendiente de mallorquines nunca he tirado nada que pudiera recuperarse, reciclarse. Por lo tanto, no puedo decir que mi living fuera de ensueño, pero sí que era un sitio digno de toda dignidad. Con su mesa ratona, su sofá de tres cuerpos, sus paredes pintadas y limpias, sus puertas y zócalos prolijos y algunos adornos y portarretratos que a mí me encantaban.
Primero llegó Salem, el gato volador, al que a veces me daban ganas de reducirle alguna vida más por mi cuenta, porque me convirtió en titánica defensora de sofáes y tapizados sin demasiado éxito. Hace dos años que tapo, coso, enfundo pero él y sus uñitas irredentas continúan haciendo destrozos. Eso sí: los adornos y portarretratos no le llamaban la atención por lo que quien entrara a casa todavía podía reconocerla.
¡Y ahora, el broche de oro llegó con Mila, la cachorro de Weimaraner que nos ha cambiado la vida!
Reconozco que Mila, con sus ojos celestes y su cara de buena persona, como dijo mi primo Sebastià, me tiene subyugada. Es tan dulce como activa, tan mimosa como roedora y tan cariñosa y fiel como saltarina e invasiva.
Y yo, que fui criada en una casa en la que jamás hubo animales (la filosofía de mis padres y abuelos los destinaba al campo), por amor a Meche, a la que le encantan los bichos desde la cunita, me he convertido en creadora de un nuevo estilo decorativo, además de miembro honorario del club del que les hablé.
Sí amigos: tuve casa. El que ahora entre a la mía no podrá encontrar un solo adorno, una sola cajita. El despojamiento es total y mi sofá luce como una cebolla: funda, cubre funda, dos sábanas, que se lavan varias veces a la semana. Mi querida mesa ratona ha sido envuelta por un mantel atado en las patas, única manera de sobrevivir a la catástrofe masticatoria de la Weimaraner. Y los zócalos comienzan a verse patinados, con cascaritas muestra de los dientes devastadores de Mila.
Por lo tanto, para no llorar, me postulo como creadora de este nuevo estilo, el minianimalismo. Porque gracias a estos animalitos, he debido llevar al extremo el saber disfrutar de la esencia misma de las paredes (y eso hasta que a Mila y Salem no le dé por masticarlas).
¡Pensar que cuando crié a Fernando y a Mercedes (perdonen la comparación) lo hice enseñándoles a no romper las cosas y me fue tan bien que nunca tuve problema al ir de visita a ninguna casa, porque siempre supieron comportarse y apreciar lo agradable de una hogar puesto con dedicación!
Una de dos: o estoy muy mayor y permisiva o en realidad quiero trascender en la historia de la decoración con nombre propio…
De cualquier modo, cuando llegue al fin de mis días podré decir que siempre TUVE ganas de vivir lo que me tocaba con la mayor alegría posible y eso no tiene precio.
Cati Cobas
1 comentario:
Qué ocurrente que sos, ese poder de adaptación es lo que nos hace fuertes. Tu relato tiene el encanto de lo cotidiano, me encantó. Beso
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