El nene de la foto es el verdadero Ezequiel, mi sobrino nieto, hijo de mi ahijada Florencia...
-¿Me contás tu cuento de “la Pestita”, tía Cati?- dijo Ezequiel aquella tarde en que las gotas bailaban en la terraza y chapoteaban en los charquitos haciendo espuma, igualito que si se tratase de pequeñas lagunas de soda recién servida.
-¡Ay, Ezequiel! ¿Estás seguro de que querés que te cuente mi cuento otra vez?- le pregunté, para escuchar la respuesta que ya sabía de antemano.
-Es que me en-can-ta escuchar tus cuentos, sobre todo cuando llueve fuerte como hoy. Contame el de “la Pestita”, porfa…
-Cuando yo era chica vivía en Parque Chacabuco, un barrio como tantos barrios de Buenos Aires, con calles empedradas y casas de un solo piso, o, a lo sumo, dos. Casas sencillas, con veredas de tablero de ajedrez, cada una con su arbolito. ¡Qué lindas veredas! Podías pasarte
un montón de tiempo saltando en un pie, del blanco al negro y del negro al blanco. Hasta llegar al árbol que completaba la vereda. Ahí podías hacer la calesita dale y dale, dando vueltas sobre el cordoncito alrededor de la tierra en la que crecía el fresno o el jacarandá o el tilo. Girando de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, alrededor del tronco, hasta que el mareo te hacía parar. Entonces, empezabas a mirar si había algún amigo para jugar al vigilante y ladrón o a las escondidas o…
Era un barrio en el que todos nos mezclábamos, igual que en la escuela. Bueno, más que en la escuela, porque cuando yo era chica, Eze, las nenas y los varones íbamos al colegio separados.
-¿Separados?
-Sí, había escuelas para mujeres y otras para varones pero como quedaban cerca nos conocíamos todos y nos juntábamos en las casas a ver al Capitán Piluso. O jugábamos en la calle. Sobre todo en verano, después de la siesta. A esa hora, algunas abuelas sacaban sus sillones y “tomaban” fresco mientras hacían que nos cuidaban. Aunque en realidad, era más por entretenerse que porque estuviéramos en peligro. Ni autos pasaban.
-¿Qué era eso de tomar el fresco? ¿Y jugar en la calle como si
nada? ¿La Pestita jugaba con ustedes, también?
- ¡Cuántas preguntas juntas! Así en vez de contarte mi cuento voy a terminar contándote el “cuentodenuncaacabar”.
En aquel tiempo no había aire acondicionado, y en muchas casas ni siquiera ventiladores. Bueno, en algunas tampoco había heladeras. Pasaba un señor con unas barras de hielo que se guardaban en una especie de roperito donde se ponían algunas cosas a enfriar, pero mucho no duraban. Así que cuando hacía calor, lo único que quedaba era salir a la puerta con la idea de que corriera un poquito de viento. Y sí, en la calle se podía jugar. Por entonces la única inseguridad era no saber si los Reyes nos iban a dejar algún regalo en los zapatos el 6 de enero.
Bueno, la única no. Porque el tiempo de este cuento que te cuento fue el de aquel verano en que todos los vecinos de Buenos Aires se juntaron para pintar los árbo
les y los cordones de las veredas con cal. Cada uno en su barrio. Ningún hombre quedó en su casa. Todos, no importaba si era un doctor o un limpiador de cloacas, con el pincel, hasta que no quedó un arbolito sin blanquear. Las mamás, por su parte, baldeaban y baldeaban con agua y acaroína y todas las calles tenían ese olor. La acaroína era un líquido blanco, con un olor tan fuerte que te arañaba la nariz. Decían que la cal y la acaroína evitarían “la Polio”. Nosotros no sabíamos qué era eso de “la Polio” porque era el tiempo en que a los chicos nos dejaban ser chicos mucho tiempo y no nos afligían con cosas que no podíamos arreglar. Eso sí, las abuelas nos colgaban en el cuello unas bolsitas con alcanfor. También para espantar esta Polio a la que los grandes le tenían tanto miedo como nosotros a la Pestita
La Pestita, que no se llamaba “Pestita”, como te podrás imaginar.
Claro que quería jugar. Los que no queríamos jugar con ella éramos nosotros. Los chicos de la cuadra le decíamos Pestita porque era realmente a-pes-to-sa. ¡Apestosís
ima! Se llamaba Laura. Era rubia, menudita y realmente fastidiosa. Parecía siempre enojada. Pegaba fuerte y sin motivo. Le teníamos miedo, aunque fuéramos mucho más grandotes de tamaño que ella. Porque lo peor era que no daba tiempo a devolver los golpes. Atacaba y escapaba rapidísimo. Así conseguía desaparecer sin que pudiéramos vengarnos. Vivía con su abuela (una viejita muy malhumorada) en una casa compartida. Las dos solas, con un gato negro que se llamaba Rocco. Cuando nos quería asustar más, aparecía con Rocco entre los brazos. Ahora, que soy grande, comprendo que se trataba de una nena con razones para estar enojada. No debía ser muy lindo para ella vivir con esa abuela sin más cariño que el del gato, pero entonces era imposible darse cuenta de por qué tanta rabia y tanto golpe.
Ni te digo cuando jugábamos al “patrón de la vereda. Era un juego e
n el que los chicos teníamos que atravesar corriendo una vereda completa sin que el “patrón” nos tocara. Si nos tocaba, perdíamos, dejábamos de jugar y ganaba el que quedaba último, pasando entonces a ser el nuevo patroncito. Cuando Laura era patrón, en vez de tocarnos, nos daba cada mamporro…
-¿Mamporro?
-¡Tenés razón! ¡Qué palabra más antigua! Te quiero decir que nos pegaba que ni te cuento.
-¿Y quiénes eran tus amigos, tía?
-Adriana y Gustavo, los hijos del bombero, Bibi, una rubiecita con la nariz adornada con una fila de pecas que parecía un camino de hormigas; Pocha y Betty, las nietas mellizas del “lavandinero” (un viejito que vendía lavandina suelta en su casa). También, Emilia, la hija del dentista. Horacio, el único con una mamá que trabajaba “en el centro“; Elsita, que vivía en la carpintería y también era brava, pero no tanto como la Pestita y José Luis, el hijo de los almaceneros gallegos. ¡Ay José Luis! Gordito, colorado y cabezón. A veces pienso que había sido así de gordito porque de otra forma el corazón enorme que tenía no le hubiera cabido en el cuerpo.
En aquel verano de los árboles blancos, una tarde, cansados de tenerle miedo a la diminuta Pestita, decidimos tenderle una emboscada. Todos nos escondimos en el zaguán de la casa del “lavandinero” esperando que ella pasara. Nos habíamos pr
ometido darle una paliza “en frío”, sin razón, sin juego de por medio, porque sí, de impotentes y rabiosos nomás. Como para que esa lección la hiciera abuenarse de una vez.
Estuvimos escondidos mucho tiempo. Hasta después que pasó el carrito de Laponia con sus helados. Pero pasaban las horas y Laura no aparecía. Todos los papás habían llegado del trabajo; era casi el momento de cenar y de la Pestita: ni noticias. “Taza taza, cada uno se fue para su casa” indignado. Era como si nuestra común enemiga hubiera sabido que la íbamos a esperar. Una vez más se había salido con la suya…
A la mañana siguiente, con el café con leche, el pan y la manteca, fuimos recibiendo la noticia. La Pestita tenía Polio. Ahí, a los grandes no les quedó otro remedio que contarnos. La Polio era la más apestosa apestosísima de las pestes. Peor que nada. Y no se sabía si Laura volvería a camin
ar. Nos dijeron que podíamos quedarnos tranquilos. Que ese verano estaría internada lejos, en un hospital donde tratarían de ayudarla.
Pero ¿sabés una cosa, Eze? Esa tarde, en vez de estar contentos por habernos librado de la Pestita, cuando salimos a jugar nadie tenía ganas. Y mirá que tratamos…
Reunidos en ronda contamos el comienzo: “Una do li tua de la limentuá…” “Al botón de la botonera el que sale o el que queda…” “No es de menta ni de rosa para mi querida esposa…” Pero no nos salía nada.
Los árboles blancos nos miraban. Parecían fantasmas en medio del calor que brotaba de los adoquines. Y los cordones de piedra, blancos también, de cal y acaroína, susurraban para todos una canción sin Laura, que lejos de nosotros estaba presa de la tan temida Poliomielitis (a esa altura Emilia, la hija del dentista, nos había informado de todo con aire de doctora).
“Tenemos que hacer algo”, dijo José Luis, el gordito de corazón grandote. “¿Una carta diciendo que se mejore pronto, que la esperamos para jugar al patrón de la vereda?”, se atrevió a proponer Bibi, mientras las hormigas de su nariz saltaban de un lado para otro. Pocha y Betty trajeron el papel y Adriana y Gustavo corrieron a su casa buscando los lápices de colores.
A mí me tocó escribir, como siempre. Tuve que tener mucho cuidado para encabezar la carta poniendo “Laura” y no “Pestita“, te imaginarás. Esa fue la primera de muchas cartas. Cortita. Con nuestros nombres al pie y muchos dibujos de todos.
Ese verano, el de los olores fuertes y los árboles blancos, siguió viéndonos muchas veces reunidos alrededor del papel, recortando pedacitos de Billiken, con chistes de Pelopincho y Cachirula, para que la abuela de la Pestita se los llevara al hospital.
Ella volvió al barrio recién en el siguiente verano. Los fresnos y jacarandaes ya se habían sacado la túnica del miedo. El peligro había pasado y nos vacunarían antes de empezar las clases para que nadie más tuviera Polio.
La Pestita nos sonrió por primera vez aquella tarde en que, estrenando un “patrón de la vereda” diferente, nos dejamos atrapar por ella, que estaba dando sus primeros pasos sin muletas.
Y desde entonces, fue para todos solamente Laura, la amiga de Rocco, el gato negro que maullaba, contento, entre sus brazos.
-¡Mirá tía cómo saltan las gotas en los charquitos de la azotea! Me parece que a ellas también les gustó que nos contaras tu cuento de cuando los árboles de Buenos Aires se vistieron de blanco…
Cati Cobas
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