“La función del padre excede la cuestión meramente biológica o la reproducción. Se trata de una figura clave en el desarrollo de un niño ya que debe protegerlo, educarlo y ayudarlo en las distintas etapas de su crecimiento.”
Yo agregaría que participar en la creación o contención de una persona permite a la persona reconocerse en más de una influencia de carácter paternal a lo largo de los años.
Tal vez por eso, en este Día del Padre, me he puesto a pensar en agradecer a los hombres de mi vida que, de uno u otro modo, han ejercido paternidades sobre mí. Comenzaré, más allá del abuelo y de mi padre, por Jorge, el papá de mis hijos. Siempre presente y noble y buena gente. Por mi tío Marcial, con sus libros y su vasta cultura integradora, el Ingeniero Finkelstein, que me formó en la profesión, sin mezquinar conocimientos. Isidro Salzman, mi profesor de Literatura, que me animó a publicar zanjando dudas. Y, en los últimos años, mi primo Sebastià, que, desde Mallorca, me ha acompañado indeclinablemente a partir de que la vida nos reuniera.
Vayamos al abuelo Marcial y su banquilla de zapatero. Su bendita paciencia y sus paseos domingueros por la Plaza Lezica, como entonces se llamaba el Parque Rivadavia. Paseos en los que me tenía que cuidar de no perderlo, embarcado en charlas políticas más que infinitas.
Y, finalmente a papá, que, como la mayoría de los padres, hizo por mí, acompañado por mamá, cuanto estuvo a su alcance. Cariño, cuidados, educación y compañía. Acompañamiento en luchas y límites a tiempo. Una carrera carísima para sus bolsillos Y un poquito (o un mucho más). Porque habló poco pero predicó casi siempre con el ejemplo. Me honro en ser su hija.
Sepan los varones/padres que me leen que, si hoy, a pocos meses de cumplir mis primeros sesenta y cinco, me preguntasen por los recuerdos de papá que me acompañan, después de más de veinte años de su muerte, designaría gratuidades: caminatas de regreso de “guardar el coche” en el verano. Cuando el perfume de las damas de noche y los jazmines inundaba el aire. Exploración, en nuestra terraza, de las estrellas en el cielo. En una Buenos Aires sin smog. Su silbido de canciones folklóricas, acompañando la radio. Pero, y sobre todo, su arroparme antes de dormir.
Porque mamá fue siempre una persona práctica. Y el besito de las buenas noches venía acompañado de la verificación de abrigo. Papá llegaba después. Sigiloso, y me arropaba. Acomodaba la sábana tirando del rebozo para que no hiciera arrugas y dando golpecitos a los costados, para que las frazadas estuvieran cerquita de mi cuerpo. En silencio y sin besos. Como si así pudiera protegerme de cualquier dolor y cualquier pena.
Llegó la vida adulta. Y muchas veces evoqué esas manos acomodando las cobijas. Estaban en mi corazón marcadas para siempre. Aunque la vida, a veces, nos devuelve esos gestos paternales. Mi hija Mercedes, cuando me siente cansada o abatida, se acerca a mí a punto de dormir y repite el gesto de su abuelo, sabiendo que no hay nada en el mundo que pueda devolverme más la calma…
Y Fer me acompaña con el mate y el abrazo, como hacía papá, al que no llegó a conocer pero del que se le ha contado hasta el cansancio.
Dios quiera que cuando ellos sean padres pueda legar a mis nietos la ternura al cobijarlos de su abuelo. Una ternura que perdure más allá de la vida y para siempre…
¡Feliz día a todos los ejercientes de paternidades!
Cati Cobas
2 comentarios:
Emocionante y merecida evocación. Un abrazo grandote.
Me alegra tanto tu lectura y que te molestes en contestar...Muy agradecida, Rosa María...
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