Mi tía María Elena la esperaba vestida de lunares. Y yo, de blanco, porque le llevaba diez años y estaba en quinto grado. Esa mañana, cuando su papá, mi tío Marcial, hermano de mamá, llamó para avisar que había llegado -¡por fin!- a este mundo, mi alegría era inmensa. ¡Había nacido mi primita! No me daban tiempo las piernas para llegar a la escuela y compartir mi orgullo con las chicas…
Claro que como hija única y nieta y sobrina ídem debí sortear las hieles de los celos pero Lili era vivaracha, juguetona, cariñosa y conquistó enseguida y para siempre su lugar en mi corazón.
Podría relatar cientos de anécdotas de su infancia, algunas de las cuales permitirían adivinar en ella parte de las travesuras de sus hijos y nieto, travesuras que compensaba con su mejor sonrisa, la que hacía perdonarla de inmediato.
Por mi parte, practiqué con ella mis dotes de cuidadora, maestra y animadora de fiestas infantiles; preparé para ella mis mejores representaciones de títeres pero -y lo confieso con pena y arrepentimiento- supe propinarle también algún chirlo que todavía resuena en mi conciencia. Es que Lili era especialista en tocar todo y a veces la emprendía con mis láminas del magisterio y hasta con alguna de mis entregas de la facultad, si se le ponía por delante. Era muy difícil congeniar su infancia con mi juventud, sus deseos con los míos.
Sin embargo, las dos comprendíamos desde siempre que éramos, una para la otra, lo único que conservaríamos de esa rama familiar que nos unía a través de los abuelos Marcial e Isabel. Sí, las dos, a la usanza mallorquina, tenemos en común el nombre de la abuela de la que Lili ha heredado un cierto aire y una determinación a toda prueba para enfrentar la vida, unidas a una fe inclaudicable, mucho más fuerte y poderosa que la mía que se ha vuelto un tanto escéptica con los años.
Con el tiempo las cosas se emparejaron. ¡Vivimos juntas tantos momentos! Y si bien los diez años de diferencia etaria nos acercaban y alejaban según las circunstancias, desde que se casó con Elvio, quien seguramente leerá estas palabras mucho antes que ella y, milagrosamente, fuimos madres al unísono, nos mantuvimos cerca en las buenas y en las malas. Y nos dimos el lujo de regalarnos ahijados, como una manera más de hermanarnos.
Mi “primita” acaba de celebrar ayer sus primeros cincuenta años con una fiesta hermosa y rodeada de su familia y sus amigos. La “nena” es madre de cuatro y abuela de Ezequiel y una profesora universitaria hecha y derecha, como soñaba su papá para ella. Ya no rompe mis dibujos, ya no le doy chirlos sonoros, por supuesto, pero seguimos con la costumbre de abrir nuestras vidas una a la otra porque ambas sabemos que nadie más puede escuchar “todo” sin juzgar, que tener una prima, casi hermana, es un regalo que no puede despreciarse.
Y comprendemos, sobre todo, que nuestros abuelos y nuestros padres se sentirán así orgullosos de nosotras.
¡Por otros cincuenta “sin cuenta” , Lili! ¡Siempre unidas!
Cati Cobas
Gracias a Cristina (Eterna Cris, para el Facebook) por la foto.
1 comentario:
Que crónica más bonita de dos mujeres fantásticas.
Felicidades Lili desde Madrid
Un abrazo a las dos, y brindo desde aquí también por otros cincuenta "sin cuenta"
Muaaac, Angela
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