Pero “mi” lugar en
Palma es la plaza de Cort, a la que vuelvo una y otra vez. Porque esa plaza
tiene un símbolo vegetal de mallorquinidad que me fascina. Se trata de un olivo
centenario. Su rugosa corteza representa la esencia del espíritu balear,
ascético y aguerrido. Discreto y fuerte. Ver ese olivo, que más que árbol parece una tortuosa escultura, e imaginar a los
elegantes transeúntes palmesanos o a los payeses asombrados por la ciudad era
una de las razones de mi fascinación. Me decía: “pensar que tal vez los abuelos
han pasado frente a este árbol, disfrutado de su sombra…”. Eso bastaba para
hacer de él el escenario de mis fotos más queridas. Con Apolonia y Juana, mis
primas mallorquinas, con mi hija, en el último viaje o sola, siempre elegía ese
árbol para retratarme. Me sentía tan mallorquina como argenta, cobijada por sus
ramas, que habían visto desfilar a varias generaciones.
¡Menuda sorpresa me ha
deparado el destino!
Dispuesta a honrar a mi
olivo, buceé por su historia, y descubrí, con dolor, que podía aplicarle algo
que papá me leía de la pluma de Constancio C. Vigil. Aunque lo recuerdo opacado
por las brumas del tiempo, decía algo así como “los padres que no son los
padres, los hijos que no son los hijos…”. Es que ha venido a resultar que el
olivo de la Plaza de Cort no había nacido ahí, en medio de la bella Palma, sino
que era el resultado de una mudanza…
“Este singular árbol, conocido como la Olivera
de Cort, fue trasplantado en 1999 desde Pedruixella Petit (Pollensa), en la
Sierra de Tramuntana, para ser plantado en la plaza de Cort, como un símbolo de
paz y arraigo a la tierra. En su lugar original sirvió de modelo a pintores y
fotógrafos. El Olivo de Cort está ubicado en medio de la plaza del mismo
nombre, justo delante del consistorio de la capital de Mallorca.”
Me sentí descubriendo
que los Reyes Magos son los padres, adivinando la verdad del ratón Pérez o
aprendiendo que los bebés no vienen de París.
¡La Olivera de Cort
había visto la luz bajo el cielo de Pollensa! ¡Y solo tenía unos años emplazada
en ese lugar tan singular de la capital de “la isla de la calma”! ¡Ya no se puede
creer en nada! ¡Ni siquiera en la Roqueta! ¡Qué desilusión! ¡Qué desencanto!
Busqué mis fotos
favoritas. La olivera seguía en ellas. Y las sonrisas de mis primas, de mi hija
o mía estaban intactas.
Releí las palabras de
la verdad: “como un símbolo de paz y arraigo a la tierra”. Y ellas fueron la
clave para la aceptación y la esperanza.
¿Qué importaba dónde
había nacido el mentado olivo? Ahí estaba, aguerrido y de pie. Vivo. Eso bastaba.
Podía seguir considerándolo bastión y refugio. Vegetal emblema de la
mallorquinidad más genuina. De Pollensa o de Palma, la bendita olivera seguiría
representando, henchida de fortaleza, lo mejor de mis raíces. Porque ahora, además
de historia, venía colmada de verdad a mi corazón, que necesita seguir creyendo
cada día, aunque ya sepa que los bebés no vienen de París y los Reyes son los
padres…
Será por eso que ya he
comenzado a imaginar mi próxima fotografía bajo el árbol centenario.
Cati
Cobas
2 comentarios:
Hola Cati, qué hermosa crónica. Me encantó. Y siento que ya es hora de que empiecen a aparecer en tomitos de papel y como colección de e-books. ¡¡¡Las caticrónicas ya cumplieron los diez años o están a punto de cumplirlos!!!ya pueden salir de casa...
Besos
Miri
Entrañable!! Qué más da de dónde fuera, tanto aquí como allá él pudo también disfrutar y dar cobijo, posar y embellecer. Bella historia como todas las tuyas. Saludos cariñosos.
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