Nuestro
grupo, cansado luego de tantas horas de avión, sumadas a la tardanza en haber
sido recibidos, había tomado casi por asalto la recepción del hotel. Eran las
once de la mañana y hasta las dos de la tarde no podríamos acceder a nuestras
habitaciones. Con el agravante de la presencia de Madame Joanette empeñada en
lograr que, por sus dificultades, se hiciera una excepción con ella,
brindándole alojamiento inmediato, cosa que no ocurrió. Imaginen ustedes lo
caldeado del ambiente.
Ahí
vi a Laura por primera vez. Y supe que podíamos ser buenas compinches cuando
pronunció las palabras mágicas: “yo quiero ir a Notting Hill”. Sí. Eso era lo
que esta servidora necesitaba escuchar. Desde Buenos Aires soñaba con ese
preciso lugar, a qué negarlo. La imagen de Julia Roberts en la librería o
subiendo la escaleras estrechas de la casita georgiana para terminar en brazos
de Hugh Grant me perseguía mientras mis amigas me recomendaban el Museo
Británico o el Castillo de Windsor.
“¡Yo
también quiero ir a Notting Hill!” Fue mi respuesta decidida. Malena, la
farmacéutica cordobesa, se nos unió y ahí partimos las tres. En subte nomás y
sin perder ni un segundo. Dejando a nuestros atribulados compañeros de
aventuras soportando los reclamos de la anciana dama.
Siento
comunicarles que Hugh no nos esperaba (aunque después supimos que él y muchos
otros famosos habitaron la zona). Hugh, como les dije, no estaba, pero tanto no
importó porque ninguna de las tres era tampoco Julia Roberts.
Sin
embargo, fue, como todos los días de este regalo que me dio la vida, un día
para recordar.
Desde
los patios de las casas de Chelsea y Notting Hill, derrochando rosas, a los
breves jardines “a la inglesa”, en los que plantas y flores parecían crecer sin
geometrías rígidas, sin estridencias, al frente de las consabidas casas victorianas
o georgianas que siempre me hicieron soñar, todo hablaba del verano que se
estaba aproximando. Rejas, faroles, alguna estatua creciendo en algún rincón.
Me deberían haber pellizcado porque no podía creer estar ahí.
No
nos costó demasiado dejarnos engañar cuando, después de pasear por un
adormilado pero colorido y concurrido mercado de Portobello (pese a no ser fin
de semana), dimos con la supuesta librería, sucedáneo de la verdadera, que ya
no existe. No nos detuvimos hasta no dar con ella y la foto consabida premió
nuestra empeñosa búsqueda. “Él” no estaba ahí, pero las tres nos sentimos (estoy
segura) como si nos estuviera ofreciendo algún libro de viajes, acompañado por
su mejor sonrisa “british style” de dientes parejitos.
No
queríamos movernos, pero tan cerca de
Kensington era una pena perdernos el palacio homónimo, en el que nació la reina
Victoria y que fue también el hogar de Lady Di.
Los
jardines del palacio y su césped de un verde intenso, nos recibieron con el
sonido de un carrillón que parecía haber sido puesto a propósito. Arrulladas
por él fuimos andando escoltadas por
edificios imponentes (supimos después que correspondían a embajadas). Hasta que
a nuestra izquierda surgió, mágico, un jardín rectangular casi secreto,
hundido, con fuentes y vegetación tan especiales, que no costaba nada
imaginarse en él en otros tiempos.
Luego,
el espacio se abrió y dio lugar a un inmenso parque, en el que dejamos a Laura
jugando con los patos del estanque mientras Malena y yo íbamos por la reina Victoria
y sus aposentos.
A
decir verdad, la experiencia de presentir la vida de Victoria niña, encerrada
entre brocatos oscuros, impedida de salir libremente del palacio, nos abrumó un
poco. Y respiramos aliviadas cuando nos reencontramos con Laurita, que venía
feliz con el estanque y sus plumíferos habitantes.
Un
oportuno taxi nos devolvió al hotel, ya sin reclamos ni exigencias, para
derrumbarnos en nuestras respectivas camas, mientras nuestros atribulados pies pedían
clemencia.
Pero…
¡Qué importaban unos pies ardientes! Si habíamos estado paseando junto al buen
mozo vendedor de libros, en pleno Notting Hill mientras disfrutábamos de las
mejores rosas de la primavera londinense.
Cati Cobas
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