martes, 25 de junio de 2019

322) “Solo nos faltó Hugh Grant” (De Chelsea, a Kensington, paseando por Notting Hill) (Capítulo 3 de El regalo, Libro de viajes)


Nuestro grupo, cansado luego de tantas horas de avión, sumadas a la tardanza en haber sido recibidos, había tomado casi por asalto la recepción del hotel. Eran las once de la mañana y hasta las dos de la tarde no podríamos acceder a nuestras habitaciones. Con el agravante de la presencia de Madame Joanette empeñada en lograr que, por sus dificultades, se hiciera una excepción con ella, brindándole alojamiento inmediato, cosa que no ocurrió. Imaginen ustedes lo caldeado del ambiente.

Ahí vi a Laura por primera vez. Y supe que podíamos ser buenas compinches cuando pronunció las palabras mágicas: “yo quiero ir a Notting Hill”. Sí. Eso era lo que esta servidora necesitaba escuchar. Desde Buenos Aires soñaba con ese preciso lugar, a qué negarlo. La imagen de Julia Roberts en la librería o subiendo la escaleras estrechas de la casita georgiana para terminar en brazos de Hugh Grant me perseguía mientras mis amigas me recomendaban el Museo Británico o el Castillo de Windsor.

“¡Yo también quiero ir a Notting Hill!” Fue mi respuesta decidida. Malena, la farmacéutica cordobesa, se nos unió y ahí partimos las tres. En subte nomás y sin perder ni un segundo. Dejando a nuestros atribulados compañeros de aventuras soportando los reclamos de la anciana dama.
Siento comunicarles que Hugh no nos esperaba (aunque después supimos que él y muchos otros famosos habitaron la zona). Hugh, como les dije, no estaba, pero tanto no importó porque ninguna de las tres era tampoco Julia Roberts.

Sin embargo, fue, como todos los días de este regalo que me dio la vida, un día para recordar.

Desde los patios de las casas de Chelsea y Notting Hill, derrochando rosas, a los breves jardines “a la inglesa”, en los que plantas y flores parecían crecer sin geometrías rígidas, sin estridencias, al frente de las consabidas casas victorianas o georgianas que siempre me hicieron soñar, todo hablaba del verano que se estaba aproximando. Rejas, faroles, alguna estatua creciendo en algún rincón. Me deberían haber pellizcado porque no podía creer estar ahí.


No nos costó demasiado dejarnos engañar cuando, después de pasear por un adormilado pero colorido y concurrido mercado de Portobello (pese a no ser fin de semana), dimos con la supuesta librería, sucedáneo de la verdadera, que ya no existe. No nos detuvimos hasta no dar con ella y la foto consabida premió nuestra empeñosa búsqueda. “Él” no estaba ahí, pero las tres nos sentimos (estoy segura) como si nos estuviera ofreciendo algún libro de viajes, acompañado por su mejor sonrisa “british style” de dientes parejitos.

No queríamos movernos,  pero tan cerca de Kensington era una pena perdernos el palacio homónimo, en el que nació la reina Victoria y que fue también el hogar de Lady Di.
Los jardines del palacio y su césped de un verde intenso, nos recibieron con el sonido de un carrillón que parecía haber sido puesto a propósito. Arrulladas por él fuimos andando escoltadas  por edificios imponentes (supimos después que correspondían a embajadas). Hasta que a nuestra izquierda surgió, mágico, un jardín rectangular casi secreto, hundido, con fuentes y vegetación tan especiales, que no costaba nada imaginarse en él en otros tiempos.

Luego, el espacio se abrió y dio lugar a un inmenso parque, en el que dejamos a Laura jugando con los patos del estanque mientras Malena y yo íbamos por la reina Victoria y sus aposentos.
A decir verdad, la experiencia de presentir la vida de Victoria niña, encerrada entre brocatos oscuros, impedida de salir libremente del palacio, nos abrumó un poco. Y respiramos aliviadas cuando nos reencontramos con Laurita, que venía feliz con el estanque y sus plumíferos habitantes.

Un oportuno taxi nos devolvió al hotel, ya sin reclamos ni exigencias, para derrumbarnos en nuestras respectivas camas, mientras nuestros atribulados pies pedían clemencia.
Pero… ¡Qué importaban unos pies ardientes! Si habíamos estado paseando junto al buen mozo vendedor de libros, en pleno Notting Hill mientras disfrutábamos de las mejores rosas de la primavera londinense.

Cati Cobas









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