sábado, 12 de diciembre de 2009

237-"El rebelde"

En Argentina, mi lucha sería considerada un desafío masculino-femenino. En España, seríamos dos féminas enfrentadas. El caso es que “el” lavarropas o “la” lavadora -elijan y traduzcan los lectores- ha resuelto darme un fin de año inolvidable.

Un bonito día de noviembre volví a casa extasiada de jacarandáes, y me dispuse a la prosaica tarea de poner en marcha el lavarropas. La misma rutina de siempre: elegir el programa, poner el jabón, apretar los botones. Aparentemente, todo marchaba del modo previsto salvo por el detalle final: ¡el aparato en cuestión había dejado de escurrir! Hubo que vaciarlo a mano, y enjuagar la ropa dejando un lago jabonoso en el fondo .

Cayian y yo nos dedicamos entonces a una serie de elucubraciones : el electrodoméstico en cuestión había cumplido los once años, casi estaba para terminar la primaria, el service nos pediría una fortuna para repararlo, pero uno nuevo costaría siete u ocho veces esa cifra y nuestras tarjetas de crédito lucían como para participar de alguna fiesta taurina (¡al rojo vivo!), el lavarropas era de buena marca y bien robusto, no como los de ahora, puro plástico…

Una mañana llegó el doctor (perdón, el técnico en lavarropas) y después de mirarlo con desprecio pronunció la cifra escalofriante a la que nos veníamos preparando desde el momento en que el agua jabonosa y estancada nos taladraba las pituitarias: Es la bomba de desagote…¡Cuatrocientos cincuenta pesos!

“¡Hágalo!”, dije resuelta.

¡Y lo hizo!

El artefacto en cuestión retomó su ritmo laboral por unos días pero yo lo miraba con desconfianza, a qué negarlo. Me parecía una de esas señoras que se arreglan la carrocería pero en cuanto sopla un viento fresquito terminan con bronquitis o si comen dos huevos fritos juntos sufren un ataque al hígado de antología…

¡Mi perspicacia es asombrosa! No había pasado una semana cuando en medio de un lavado se escuchó un estruendo impresionante. Corrí a ver al susodicho. El tambor horizontal que contenía uno de mis pantalones más nuevos y alguna camisa muy elegante de mi cónyuge se había abierto con las aletas hacia abajo y por más que lo intentaba no había manera de hacerlo girar. ¡Otra vez arroz!

Pensé en llamar al doctor (perdón, al service). Se ve que me confundo por una cuestión de honorarios ya que este último triplica el valor de consulta de cualquier galeno que se precie. Pensé en llamar, decía, pero no lo hice porque no se trataba de la bomba, era solamente el tambor trabado. Años atrás había visto cómo se podía destrabar empleando el gancho de una percha de alambre. Lo intentaría.

Rompimos cuatro perchas. Una por miembro de la familia. También lo intentó el cadete del supermercado cuando me trajo un pedido y me encontró con expresión un tanto…¿desorbitada?

La ropa seguía adentro, el jabón otra vez pudriéndose desaforadamente. Ya no cabía duda. Se trataba de un lavarropas en estado piquetero, en franca rebeldía.

Comencé a llevar la ropa al lavadero mientras con Cayian íbamos haciendo números. Mejor no hubiéramos perdido tiempo porque cada día que perdíamos nos dábamos más cuenta de que había sido una torpeza ir seis años a la universidad. Los del lavadero cobraban más por una tanda de ropa limpia y seca que nosotros por la preparación de un conforme a obra.

Entretanto, el olor desagradable de la ropa encerrada en el tambor aumentaba por lo que la decisión de reemplazar al rebelde por uno nuevo estuvo tomada. Sólo faltaba deshacerse del responsable de tanta anarquía lavanderíl, acabar con él.

¿Creen por ventura que fue fácil?…¡Qué va!

A media cuadra de casa hay un taller de venta de electrodomésticos usados a cuyo dueño le propuse que le regalaría el artefacto si lo retiraba. Se lo pedí en todos los tonos. Es más. Se lo rogué.

¿Ustedes vinieron a buscarlo?

Él tampoco.

Una mañana me levanté reivindicativa. Tomé el cortafierro y las tenazas de don Tomás (mi papá) y la emprendí contra el tambor abriéndolo como una lata de sardinas y extrayendo de las entrañas mismas de mi enemigo la ropa enmohecida y olorosa. ¿Me creen si les digo que sentí una satisfacción inconfesablemente sádica? Solo quedó entonces convencer, propina mediante, al cadete del súper para que trajera su carrito y pusiera al rebelde de patitas en la calle.

¡Qué placer cuando lo ví en la acera! Sin duda algún cartonero se lo llevaría pronto. ¡Habíamos terminado nuestra lucha…!

Pero no contaba con que el sabor de mi triunfo se vería empañado, ignominiosamente anulado por la picardía de mi vecino, el que no había querido retirar a mi enemigo de mi casa.

Una vez puesto el lavarropas en la acera, no había hecho yo más que entrar al hall de casa cuando lo veo, muy contento, cargándolo en un carrito rumbo a su comercio, dispuesto a reponerle el tambor y revenderlo.

¿Estarían complotados?…

(Continuará)

Cati Cobas

5 comentarios:

  1. ¡¡¡Manda todo a LAVERAP!!!!!
    OSCAR

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  2. Eso hicimos, Oscar, pero casi nos fundimos...Un abrazo. Cati

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  3. Menuda odisea! Ahora tenés que participarnos del estreno del flamante amigo de las amas de casa. Sé feliz junto a los tuyos. Un abrazo cariñoso.

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  5. Gracias a Susana y a María Rosa. Sus comentarios me estimulan y me alegran. Un abrazo de Cati

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