Busqué infinidad de títulos para ésta, mi primera crónica campanera. La de un soleado viernes por la mañana recorriendo, junto a mi primo Sebastià, la ciudad en que viviera mi papá y también su entorno rural. Pero el que elegí -Campos- es el más justo. Ascético. Despojado. Si pudiera, lo pintaría de ámbar y de rojos. Porque de allí regresé con la retina cuajada en esos dos colores. Y con la sensación interna de haberme integrado a una energía secular que formaba, sin saberlo yo , parte indisoluble de mi esencia.
Mi primo eligió para comenzar el periplo campanero un recorrido por las tierras que, en algún momento, fueron patrimonio de nuestros abuelos paternos y en las que mi padre trabajó durante los diez años en que habitara la isla, antes de regresar definitivamente a la Argentina. Pude imaginarlo a pie o en bicicleta. A él, a los abuelos, a mis tíos. Labrando y plantando árboles con el deseo de transformar el “call vermell” en el mejor vergel, remedo de la fértil tierra negra de mi tierra. “De la siembra a la siega”, en medio del silencio quebrado, tal vez, por las aspas de algún molino o por el salto de alguna liebre entre los pastizales.
Era el austero llano de la Roqueta, tan diferente de la dulce llanura de nuestra pampa húmeda, que revienta en verdores aún sin ser cultivada. Diferente y solitario. Lejos de la vida que supiera tener en tiempos de nuestros padres y a pesar de olvidos y abandonos, devanando promesas de alcaparras veraniegas y de almendros a un mes de florecer, en el cercano enero. Pude ver, además, las piedras. Hechas albergue, precaria vivienda o casona solariega y pretenciosa, con capilla y todo. El marés, rodeado de una vegetación que me explicaba sin palabras por qué me siento tan en casa en lugares como San Luis o Córdoba, en mi Argentina. Por qué me gusta tanto el azul de serranías a lo lejos. La impronta mallorquina debía estar grabada a fuego en mi memoria ancestral y después de ese recorrido, comenzaba a develarse con absoluta nitidez, como si una voluntad superior hubiera querido lograr en mí, en esta visita, en compañía de este primo que combinaba en su carácter tierra y libros, el cierre perfecto del círculo vital inacabado de mi padre.
Después: la ciudad. También entre dorados. Calles estrechas, muy pocos árboles y cruces de piedra en algunas plazas.
Sebastià pisaba con seguridad los empedrados, saludaba a todos y era saludado con afecto y con respeto. Me conducía, con orgullo, por lugares interesantísimos. Algunos, cotidianos. Otros, elegidos por él en prueba de su cariño hacia mi persona. Se desplegaban comercios, alguna casa familiar como la de “Madò” Bet, típicamente mallorquina, en la que habitaran los abuelos de Torrente Ballester, el autor de “Los gozos y las sombras”. También, el Museo de Sor María Rafela, el Auditorium de bóveda ojival, en el que antiguamente se alojara el hospital y ¡hasta el Archivo Municipal en el novísimo Centro Cultural, orgullo campanero! Sin dejar de visitar, por supuesto, el instituto en el que coordina la formación de adultos que desean ingresar a la universidad. ¡No me dirán que me privó de algo!
Se acercaba la hora de buscar a Pau, el hijo más pequeño de mi primo y ahí fuimos. A buscarlo y a recibir del pequeñín un abrazo inolvidable. La escuela, luminosa, completísima y multicultural, me hizo pensar en las idas y vueltas de la fortuna de los pueblos. Pensar que mi papá vino a Buenos Aires por escuelas públicas que en 1936 eran en el pueblo, prácticamente inexistentes y ahora las hay y mucho mejor cuidadas y atendidas que las nuestras…
Me preguntarán, amigos, cuál es mi síntesis de mi paseo urbano y campanero. Diré que en las mujeres que pude conocer acompañada por mi guía se sintetiza uno de los mayores tesoros del lugar. Madò Bet, que pelaba perdices en su cocina como si fuera una muchacha y compartía con generosidad su casa tan bonita y sus muebles con historia. La Hermana, que nos condujo, solícita y cordial, por la historia y los recuerdos de Sor María Rafela, la religiosa oriunda de Campos, dedicada a la catequización de la mujer y fundadora de la orden de las Misioneras de los Sagrados Corazones. Beatriz Zamorano, la mujer encargada de la historia de Campos hecha documentos, joven, dinámica, orgullosa del material que custodiaba y feliz por la modernidad con la que ahora contaba para hacerlo en un centro cultural de última generación, diseñado con excelente gusto y con una escuela de música que envidiaría el más pintado. Mujeres. Que sintetizaban el ayer y el hoy de las que todavía pueden llamarse “madonas”, en la mejor acepción de la palabra.
Y como síntesis acabada de esas mujeres, la mañana terminó con un almuerzo preparado por…¡mi tía Jaumeta! La mamá de Sebastià que, portando una greixonera de barro cubierta con una servilleta que relucía de tan limpia, nos convidó con unas sopas mallorquinas inolvidables. Livianas, aromáticas. Simplemente deliciosas. Tanto como la cocinera que, a la sazón, es mamá de mi primo y de mi querida doble compañera de andanzas madrileñas. En ella, en su gracia, en su donaire y picardía, en su elegancia innata se resume lo mejor de las mallorquinas de raza. Es una verdad indiscutible. Evidentemente, Sebastià sabe desplegar ante los visitantes, los legítimos orgullos de su tierra.
Dejamos la mañana campanera para sumergirnos en el huerto de Miguel y Apolonia donde viví una experiencia también inolvidable: una verdadera matanza mallorquina. Que será motivo de otra crónica que, espero, resulte igual de sabrosa que las sobrasadas que en ella se hicieron.
¡Será hasta entonces, queridos amigos…!
Cati Cobas
Me alegra que tuvieses tan buen anfitrión y que disfrutases de nuestro pueblo.
ResponderEliminarY espero que en la crónica de las matanzas me devuelvas las tijeras (que són a mitjes, t'en recordes?), gracias!!
Un beso, Angela
jajaja... no pude menos que leer el comentario anterior. Devolvé las tijeras, qué van a pensar?
ResponderEliminarHermoso tu raconto sobre ese paseo del que imagino habrás quedado algo cansada. Disfrutar de la gente, del paisaje y de la buena comida en buena compañía es lo máximo en esta vida. Besos.