Una familia se conforma con la sumatoria de muchas emociones. Alegrías, euforias, desazones, desencantos, convicciones, tristezas, esfuerzos, dudas, certezas, esperanzas, fracasos y triunfos. En definitiva, una familia se construye con sonrisas y también con lágrimas. Y con contradicciones. Porque a veces una sonrisa no refleja alegría y una lágrima puede estar bañando la sensación personal de un mundo absolutamente perfecto. ¿No?
Quizás por eso, porque ahora, la familia de mi padre es mi familia, mi reencuentro con la Roqueta tuvo , precisamente, lágrimas y sonrisas. Así fue, mis queridos lectores. De todo hubo. Y seguramente por eso voy a alterar el orden cronológico de estas crónicas viajeras para contarles que mi estancia en el huerto de los primos, si bien volvió a estar pleno de cariño y de ternura, se vio teñido por una cierta melancolía producto de las circunstancias.
“Sa Padrina Joana”, la mamá de nuestra “madona” Apolonia estaba muy enferma y eso nos apenaba a todos por más que nos esforzáramos en disimularlo. Fui testigo del inmenso cariño que todos los suyos le dispensaban y también de cómo esa mujer, fuerte y valiente en su envoltura frágil, luchaba por vivir. Fui testigo también de su extremo don de gentes para “hacerme caso”, como se dice en Mallorca, cuando fui a visitarla, a pesar de que realmente su salud declinaba en una lucha desigual contra los años. Y regresé a América con la esperanza de su recuperación que, es una pena, no la ha tenido.
Ha pasado una semana desde que nos dejara y antes de relatar todos los gratos momentos que viví en este nuevo viaje a mis raíces, siento la necesidad de honrarla desde aquí, espero me comprendan. Tal vez así a mí también me abandone un poco esta morriña que no me deja disfrutar de los recuerdos.
Comenzaré diciendo que vimos por primera vez a “Sa Padrina Joana” (menuda, delgadita y ágil, dueña de unos hermosos ojos oscuros, enmarcados por unos pómulos que, en sus años mozos, hubieran dado envidia a los de Audrey Hepburn) en nuestra anterior visita a la isla. Fue un encuentro brevísimo pero que nos permitió conocerla “por sus frutos”. Habitante de una sencilla finca rural, faltando poco para cumplir noventa años, podía ostentar la limpieza de su casa de paredes blancas, sus “cocas” y pan recién amasados, sus conservas y mermeladas bien a punto, sus gallinas bien cuidadas, sus geranios rebosando de flores en los tiestos, en fin, “la belleza de las cosas más sencillas, de cara al sol”. También, su cordialidad y cálida simpatía, que nos dio la bienvenida en ese sitio inolvidable en el que el llano suelo campanero se convierte en pintoresco y ondulado paisaje.
Y ahí no terminan los frutos para evocarla, porque no cabe duda de que la primicia fue siempre el amor sembrado en su familia y, según me cuentan todos los que tuvieron el privilegio de tratarla, en sus amigos, sus familiares más lejanos y todos los que recibieron sus talentos a lo largo de su vida. Dueña de un gran sentido del humor, buena bailarina, piadosa pero no mojigata, trabajadora hasta el hartazgo, hacía honor a lo mejor de las mujeres mallorquinas. Era toda una “madona” con la elegancia espiritual propia de su estirpe.
Mientras estuve en el huerto, con Miguel y Apolonia, traté de acompañar con discreción los momentos más difíciles. Pero me traje conmigo el dolor de los míos que no se resignaban a que “Sa Padrina” nos estuviera dejando porque todos afirmaban, rotundamente, que amaba la vida con todas sus fuerzas. Y cierto era.
De cualquier modo sé que allá donde esté tiene que sentirse muy orgullosa de su cosecha. Que, desde la pena silenciosa de Joana Aina, o la tristeza de sus hijas, sus yernos y sus otros nietos, florece en la gratitud de la Adelantada que le da las “gracias por la mejor infancia, por los polvos mágicos para curar sus rodillas, por correr carreras hasta los conejos, por, ya grande, acompañarla en todas sus decisiones, reir sus gracias y ser siempre “la mejor abuela del mundo””.
Sepa, familia, que “ses padrines bones” (las abuelas buenas), no se van nunca de nuestro lado, lo puedo asegurar por experiencia. Quedan en nosotros para siempre. En palabras, en dichos, canciones y recetas, en lemas, anécdotas y sonrisas. Y perviven en los hijos de sus hijos por la magia del amor más incondicional del mundo: el de la “abuelidad”.
Cati Cobas
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ResponderEliminarGracias Cati, por esta crónica tan linda. Me quedo con la nueva palabra "abuelidad", y con la tristeza de no haber podido disfrutar de este amor un poco más, porque cuando se tiene una abuelidad tan buena, 37 años no son suficientes, y cuando te das cuenta de que no eran suficientes ya no puedes hacer nada para enmendarte.
ResponderEliminarDe todas formas, creo que ella era tan grande, que todos nos hemos quedado con mucho de ella en nuestros corazones, sobre todo con muchas sonrisas.
Angela Covas
¡Gracias!y abrazos...
ResponderEliminarEntrañable crónica Caty! Me ha emocionado hasta las lágrimas, hermosa gente y hermosa vos que lo relataste con tanto amor. Besos cariñosos.
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