Estudiar Arquitectura en los 70 del pasado siglo para las mujeres no era algo demasiado común por estos pagos. Implicaba viajes interminables a Ciudad Universitaria, largos días en la biblioteca (los libros eran carísimos), muchas noches sin dormir, acompañadas por la radio, y, sobre todo, reunirnos en nuestras casas para estudiar durante largos, larguísimos veranos.
Las estadías duraban
varios días, y eso nos permitía convivir con diferentes familias, costumbres,
papás, hermanos pero, sobre todo mamás. Las mamás fueron un pilar fundamental
para todas nosotras. Ellas nos atendían, alimentaban, animaban y un etcétera
tan largo que sería arduo detallar. Creo que intuían que en nosotras se estaba
gestando el cambio de época y que la universidad era el mejor camino.
Las mujeres de esa
generación, aun habiendo estudiado, estaban dedicadas “al hogar”, por lo que
teníamos oportunidad de estar muchas horas con ellas y aprender de cada una.
Sí. Aprendimos tantas
cosas… Las ganas de disfrutar de la mamá de Adriana, el savoir faire de la de
Nani , con la mesa puesta siempre como en lo de Mirtha Legrand y largas charlas
de sobremesa, la ternura pícara de la mamá de Silvia, su pulcritud, las
telenovelas con un guiño cómplice y ese yogurt tan rico que me compraba
especialmente desde el día en que le conté que en mi casa no se consumía. Mamá
también tenía lo suyo. Cariñosa y cálida, nos preparaba su mejor arroz, hablaba
de ese París que nunca llegó a pisar y no nos reprochaba las pegatinas que
quedaban en el parquet luego de las entregas a pesar de que en esa época
cuidaba a su mamá inválida. En vez de decir “de nada”, empleaba una fórmula
antiquísima que “las chicas” todavía recuerdan: “¡Valiente, …..!” era su forma de decir: “no tenés nada
que agradecer, estoy contenta de recibirlas”.
He dejado para el final
a la responsable del título de esta crónica personalísima. Porque ha sido la
última en partir. Lo hizo este viernes, y cuando el sábado fui a despedirla
sentí que con ella se nos iba el último destello de juventud (aunque todas
nosotras estemos frisando los setenta).
¿Cómo contar de la mamá
de Ana? Rubia, ágil y juvenil estaba dotada del menos común de los sentidos y
lo ejercía a rajatabla. Inmigrante croata, mujer de fe, pero no mojigata, supo
soportar dolores enormes y seguir adelante con dignidad, entereza y, yo
agregaría que, a su modo, alegría. Dueña de un humor singular y un poco ácido a
veces, nos brindó la certeza de que siempre se pueden sobrellevar los golpes
más tremendos si se tiene la covicción de que no se nos dará más carga de la
que podamos soportar. Nos permitió también disfrutar de sus deliciosas comidas
traídas de tan lejos, de su sol hecho jugo de naranja y de las ruedas de su
bici acompañándonos a tomar el colectivo como forma de protegernos.
La “chicas de la facu”
estamos grandes. Varias son abuelas y todas (menos yo) ya conocen la palabra
“suegra”. Pero saber que la mamá de Ana estaba en este mundo, aún con sus
achaques, nos hacía sentir jóvenes, a qué negarlo. Y ahora que “la última mamá”
nos dejó, hemos tenido que ubicarnos en el escalón tan temido (esperemos no
saltarlo demasiado rápido).
Mientras la despedíamos,
pasaron por nuestro corazón agradecido todos y cada uno de los momentos que
ella nos supo regalar. Y en el abrazo a la amiga huérfana, a sus hijos, a sus
nietas, tratamos de que se entendiera lo importante que había sido esa mujer
para nosotras. Que no la olvidaremos.
Chicas: rescatemos el
mensaje de todas nuestras mamás: no solo las palabras nos harán perdurar cuando
nos toque partir. Serán los sabores, los perfumes y, los gestos, sobre todo,
que cada una pueda dedicar a los nuestros y a los que los nuestros amen. Así
tendremos vida más allá de la vida.
Cati
Cobas
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