El
regalo- Caticrónias de viaje
329) Trilogía imperial
Praga-Budapest y Viena
Me
debía esta crónica. A casi cuatro meses de haber terminado el viaje, me la
debía. Y debía a mis lectores las vivencias del último tramo de este regalo que
la vida me diera antes de comenzar a ser septuagenaria.
Las
ciudades imperiales me regalaron la posibilidad de soñar. De imaginar otros
tiempos. De guerras y dificultades, de
música embriagadora, de princesas y de cortesanas, de artistas y de increíbles
arquitectos, de ríos vividos y colinas regias.
Las
tres diferentes. Las tres magníficas. Las tres, inolvidables.
Primera Parte: Praga
(Una ciudad para regresar mil veces
y no terminar de conocerla)
El
deseo que me asaltaba a cada paso en Praga era poder cerrar los ojos y que al
abrirlos hubieran desaparecido los turistas. En ningún otro lugar experimente
de modo tan vehemente esas ansias de soledad y de más tiempo. Era casi
imposible abstraerse del hormiguero humano que me rodeaba, así como del vértigo
que un viaje como el elegido implicaba. Un imperioso anhelo de saborear con
calma y soledad cada rincón, cada edificio, cada espacio y cada personaje real
o imaginado, de los muchos cuyas historias reverberan en Praga.
El
Moldava y el sol nos dieron la bienvenida a la Ciudad Vieja, y mi espíritu fue conmovido
por la historia del Golem, en la Sinagoga Vieja- Nueva en Josefov, el barrio
judío. La ventana gótica me hacía temer por la aparición de ese ser creado a
partir de la materia inerte, fuerte pero no inteligente, que reposa, chispa
divina, en el ático del edificio. ¡Menudo comienzo! Conmovedor el barrio.
Hubieran hecho falta varios días para desentrañarlo, para poder visitar su
cementerio, para sufrir historias que no debieran repetirse.
A
partir de allí todo fue vértigo embelesado. La plaza de la Ciudad Vieja, el
Reloj Astronómico, las torres de Nuestra Señora de Tyn se mezclaban con Carlos
IV y su puente flanqueado por estatuas. Y la Torre de la Pólvora y el Teatro
Nacional competían con una deliciosa feria artesanal y con los coches y
carruajes antiguos, que tentaban nuestras ganas de subirnos y recorrer la
ciudad con otro ritmo.
Amé
Praga. Por eso dejé el día siguiente para volver a todos estos sitios a mi medida.
Tuve mi premio. La plaza de la Staré
Město (Ciudad Vieja), a mis pies, en las ventanas de los salones
destinados a una muestra completísima dedicada a Alfons Mucha, pintor y artista
decorativo checo, uno de los máximos exponentes del Art Nouveau, que siempre
había despertado mi admiración pero que, a partir de esa mañana, se convirtió
en uno de mis artistas favoritos.
Amé
Praga. Su castillo en la otra orilla del Moldava, con el barrio de Malá Strana
a sus pies. Soñé en el Callejón del Oro con artesanos y alquimistas y con Kafka
escribiendo en un cuarto diminuto. Me trepé por los encajes de la Catedral de
San Vito. Y recé, fervorosa y emocionada, ante el Niño Jesús, al que debía
agradecer una gracia concedida.
Amé
Praga. Gocé de la ribera de su río y de Nové
Město (la Ciudad Nueva), y finalmente, me descolgué por las
curvas y las rectas de la Casa Danzante, conocida como “Ginger and Fred” que, a
pesar de su estilo deconstructivista, se integra muy bien con el resto de las
edificaciones antiguas de la zona.
Amé
Praga. Cuando los días porteños no resultan fáciles. Cuando las sonrisas se
niegan a brotar. Cuando todo se vuelve un poco monótono, vuelvo a ella, me dejo
llevar por el recuerdo de su magia y sus lugares. Y sueño (que poco cuesta) con
otra oportunidad para hacerla realmente mía.
Cati Cobas
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