“Ver Nápoles, y
después, morir”, dicen los italianos para aseverar que si se ha conocido esa
ciudad ya no hay en el mundo nada que
justifique nuestra permanencia en él.
Pero los baleares
tienen un secreto –con castillo y todo- que contradice a los napolitanos. Un
secreto de piedras, de azules y de verdes. Un secreto de paisajes casi vírgenes,
que ha sido designado como “Parque nacional marítimo-terrestre del Archipiélago
de Cabrera”. Y eso les permite cuidarlo
de la depredación que el turismo masivo implica. ¡Ellos tienen a Cabrera! Y yo,
gracias a mi primo Sebastià, el privilegio de haber pasado un día ahí. ¡Y no
como turista, aunque me jacte de tal!
Recién ahora, a dos
meses de ese increíble momento verdiazul, puedo comenzar a valorarlo en su
exacta dimensión.
La lancha, con mi primo-capitán
al frente y Dolors, su mujer, e hijo mayor como grumetes, atravesó, veloz, el
Mediterráneo desde la costa mallorquina. No negaré que un poquito temerosa me
encontraba, pero eran tantas las expectativas que “el capitán” había creado,
que soporté, estoicamente, los acosos de las olas, aunque respiré, aliviada,
cuando apareció el archipiélago ante mis ojos.
Rocas del Terciario estratificadas,
abatidas por el mar, una vegetación que por momentos me recordaba a la de
nuestras sierras cordobesas: no demasiado alta y un tanto seca, comparada con
nuestros verdes pampeanos. Y ese mar azulazulazul… No se podía pedir más y, sin
embargo, más había.
Es imposible contar,
amigos, el almuerzo. Sebastià transportó, orgulloso, la cazuela preparada por
los pescadores, hasta la mesa. La conjunción de sabores marinos y arroz, vino y
risas, en la pequeña casa encalada en sencilleces, que la hacían realmente única,
me hizo sentir mil veces afortunada.
¡Una porteña mallorquina disfrutando de un almuerzo imposible de vivir en
cualquier otra circunstancia! ¡No me digan que no es maravilloso!
Como postre, el destino
me preparaba una prueba muy difícil. Eran las cuatro de una tarde de verano decididamente
tórrida. Y el desafío: subir hasta el castillo y sus secretos.
Mi imaginación, afiebrada
por el arroz y los mariscos, me hacía ver
detrás de los matorrales que flanqueaban el sendero de piedras resbaladizas, a
algún fantasma fenicio, algún cartaginés o ¿por qué no? algún romano. Mientras que desde los balcones
naturales que jalonaban el ascenso y mostraban el puerto desde lo alto, surgía en mí la visión de algún barco pirata
berberisco, de los que en los siglos XIII y XIV solían tomar la isla como base
para atacar las costas mallorquinas.
Es que las piedras del
castillo, a las que intentábamos ver de cerca, estaban vigilando el lugar para
ahuyentar a los filibusteros y lograr una mayor vigilancia de las aguas
cercanas a Mallorca desde el mil quinientos, por lo menos.
A esa altura temía un
poco por mi salud, amigos, lo confieso. Pensaba que el colorado de mi rostro era
la venganza del crustáceo que tan gentil
bienvenida me había brindado. Los cuarenta grados a la sombra, las visiones seculares
y mi primo jalando de mi robusta humanidad, con el castillo en la cumbre como
meta, eran un conjunto de difícil digestión para una sexagenaria con
pretensiones juveniles. ¡Pero valió la pena! Tanto, que ni siquiera chisté en
el momento de subir por una escalerita de piedra encerrada entre muros a no más
de setenta centímetros de distancia absolutamente a oscuras…
¡Porque después del
tormento vi la luz! La más deslumbrante luz mediterránea. Ésa que me hizo
olvidar todos los esfuerzos para decir que valió la pena la escalada. Ésa que
me permitió guardar para siempre en la retina las aguas calmas de zafiro, las
pocas lanchas amarradas en la bahía, escoltadas por las privilegiadas paredes
blancas de las casetas de pescadores. ¡Valió la pena! ¡Vaya si la valió!
Grabado por un prisionero francés en las piedras del castillo |
A pesar de las tristes
historias, mi primo y yo estábamos absolutamente felices. Él, porque había
cumplido su promesa que me permitiera sobrevivir a un año particularmente
difícil. Y yo porque había conseguido estar de pie y entera para vivirlo, a
pesar de sudores y venganzas langosteras. Él y yo sabíamos, sin necesidad de decirlo,
que con el sueño de ese día, él me había sostenido a la distancia, en los
momentos más duros. Él y yo sabíamos, aunque callamos, que esa
escalada significaba mucho más que hollar las piedras del castillo. Que se
trataba de un instante único, luego de cuarenta años de silencio entre nuestros
padres, después de tantas cosas…
Ahí, debajo de las
piedras, vinieron a saludarnos las lagartijas. Que debían compartir nuestra
alegría. Símbolo de la isla, cuyo nombre se debe a las cabras que alguna vez la
poblaron, las lagartijas han sobrevivido a todo, y forman parte de una fauna
propia del lugar que las autoridades están empeñadas en conservar. Me pareció
que una de ellas me recomendaba un baño. No hizo falta que lo dijera dos veces
porque fue llegar al llano, y arrojarme al agua, sin importar esta vez las
piedras ni las praderas de posidonia, que cosquilleaban en mis pies ardientes.
Los peces nadaban alrededor,
y yo me dejaba conquistar por la magia
de Cabrera, hasta que la vocecita de Pau, el hijo más pequeño de Sebastià, me
avisó que partiríamos.
Mientras navegábamos
por dentro de la Cova Blava (Cueva Azul), el último regalo de la jornada, rezaba dando gracias. Porque el refrán que se
aplica a la bahía de Nápoles cobraba un sentido nuevo, iluminado por los
insondables colores de la cueva.
Ya quería regresar el
próximo verano. Para mí, de ahora en más, el apotegma sería:
“Ver Cabrera y después…desear
vivir, para volver a ella…”
Cati
Cobas
Nota
de la Autora:Sebastià
Jaume, el hijo adolescente de mi
primo, sueña con ser un naturalista dedicado a la conservación de la Isla.
Desde el Plata, le envío mi deseo de que cumpla su sueño y la certeza de que si
se esfuerza para lograr su objetivo así lo hará, seguramente, para regocijo de
las lagartijas y las posidonias cabrerenses… y orgullo de todos los que lo
queremos.
Qué maravillosos momentos, un lugar paradisíaco, una hermosa familia y salud para disfrutarlo. Eso es lo que deseo para vos en este 2013 y sobre todo que seas feliz. Besos gordos
ResponderEliminarQué maravillosa experiencia!! Cabrera es para ir, volver y volver y no dejar de volver. Hermosa Caticronica!!!
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