Desde hace un tiempo tomo colectivo en forma habitual. Por la mañana y por la tarde. Dos cada vez. Ese solo hecho ya es el botón que muestra cuánto puede aprender un humano de ese vehículo al que llamamos por aquí con el cariñoso apelativo de “bondi” (en recuerdo a los boletos londinenses que se llamaban “bond”).
A la mayoría de las personas este tema le disgustaría pero, perdonen mis lectores, disfruto enormemente del aprendizaje que implican estos viajes. ¿Para qué peregrinar a La Meca o al Vaticano si con un peso veinticinco (por ahora) podemos tener una iniciación espiritual digna de esta era de Acuario, de primerísimo nivel?
¡Ya sé, ya sé! Loca de atar esta sexagenaria que dice que disfruta de una situación tan desagradable para la mayoría de la gente. Pero lo que así piensan no han comprendido que viajar en colectivo, bondi o como quieran llamar a esos vehículos urbanos es para los porteños avispados y observadores como yo una experiencia filosófica de ribetes místicos. No hace falta ir a la India, como mi sobrino Federico. Si cada unidad vehicular es como un ashram rodante que nos puede hacer llegar a niveles de conciencia elevadísimos.
Primera gran lección: bendecir lo que se tiene. En mi caso, antes de iniciar el viaje bendigo mis rótulas, que todavía me permiten treparme con cierta dignidad, así como amortiguar la caída en el apeo. Bendigo también mi columna vertebral, que puede hacer contorsiones dentro del ómnibus sin quebrarse y los fuertes músculos de mis brazos, que pueden colgarse de los barrales más incómodos y hasta darle algún codazo a un vecino inoportuno.
Segunda lección: paciencia y humildad. En la fila, uno tras otro sin distinción de clase, aprendiendo mansedumbre y aguardando, la llegada del vehículo. A continuación, cuando ya hemos visto pasar tres o cuatro llenos sin que ninguno se detenga, conseguimos crear, de la nada, un férreo espíritu comunitario porque nos juramentamos que el próximo colectivo nos verá unidos o dominados, para lo cual decidimos que haremos un piquete que lo detenga y nos permita tomarlo. No hace falta. Aparecen cuatro juntos y el último está vacío y nos lleva. Media hora más tarde de lo necesario, pero nos lleva. Mis compañeros de fila y yo nos sentimos en una comunión espiritual inigualable, casi orgásmica, cuando, triunfantes, pasamos la tarjeta SUBE y la maquinita nos permite “ir corriéndonos hacia el interior del coche”.
A partir de ahí, llega la tercera lección: el YO SOY. Soy uno de los pocos que se bañan con cierta frecuencia. Pero esto tiene un lado extraordinario. Aromas corporales variados nos permiten saber que quienes viajan a nuestro lado no son extraterrestres o zombies, sino simples mortales, como nosotros. Ya es un alivio saber que Marte no ha contraatacado o que el mundo no cumple las profecías de fin del 2012 anticipadamente. Bien es cierto que los lunes dichos aromas se acercan un poquito más al del jabón y el desodorante y que al llegar a viernes nuestras pituitarias sufren de acoso olfativo, pero perfecto no existe nada en este mundo y las partes olorosas son eso, precisamente. olorosas y no a todos les cae bien visitarlas a diario munidos de elementos limpiadores, reconozcámoslo. Además, Federico dice que en la India este tema carece de importancia y hasta se lo considera “olor de santidad”, ¿A qué quejarnos?
Cuarta lección: “todo hombre es mi hermano”. Puesta ante la decisión de estos viajes iniciáticos mi sentido común hace que aquí también aplique mi lema favorito: “cuando la vida nos da un limón, mejor hagamos limonada”. Mi limonada consiste, amigos, en buscar entre mis sufridos compañeros de ruta alguien con quien departir para abreviar de ese modo el trayecto. ¡Y lo peor es que lo logro! Un día, la charla es con una doctora en gerontología, con la que compartimos risueñas anécdotas de senilidades varias, dado mi trabajo en el geriátrico. Otro, una madre de adolescentes, con la que charlamos de nuestros hijos y sus manías. Ayer, fue la mamá de un bebé gordito y sonrosado que disfrutaba pellizcándome…¡un seno! (El bebé, no la mamá). La señora retiraba con amable insistencia la diminuta pero osada mano mientras el párvulo, ignorante de que dicho órgano no tenía el alimento con el que soñaba, insistía en el manoteo, dándonos una nueva lección: la persistencia.
Estos encuentros cercanos me permiten día a día reconocerme en mis semejantes, saber que a todos, con sus más y sus menos, nos pasan las mismas cosas y conformarme con el viejo lema de “mal de muchos…”
Quinta lección: el desapego o el ingenio. Sabido es que si uno vive mucho tiempo a bordo de los colectivos tarde o temprano será víctima de algún amigo de lo ajeno por lo que el día a día nos hace viajar con lo mínimo imprescindible. Buena lección para descubrir qué poco se necesita para vivir feliz en este mundo. Algunos que no aceptan la primera de las dos opciones recurren a los camuflajes más insólitos para escamotear dinero, documentos o llaves de los depredadores. En mi caso, el uso de una trusa de invención boliviana es un recurso interesantísimo. Lo recomiendo, aunque cuando hay que hurgar en ella en pos de algo de parné la situación es ampliamente risible…
Por todo lo antedicho, ruego a las autoridades relacionadas con el tema del transporte porteño que no hagan nada, absolutamente nada para mejorarlo. Continúen permitiendo a los ciudadanos disfrutar de las riquísimas experiencias de uno de los más nobles inventos argentinos, junto con la birome y la identificación por las huellas digitales, el siempre bien ponderado COLECTIVO.
Cati Cobas
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