Mi ciudad, mi querida ciudad, tiene sorpresas para aquellos que saben mirar hacia arriba. Por cierto, se los recomiendo. Buenos Aires es hermosa “por todo lo alto”, expresión hispánica que en este caso puede aplicársele en su sentido figurado pero también literal. Si sabemos levantar ojos al cielo, si no somos “terre à terre” como decía mamá, un universo de cúpulas y curiosidades se abrirá ante nosotros. Es verdad que deberemos ignorar los cables que cruzan, desordenados, el cielo celeste de este noviembre, pero que encontraremos sorpresas arquitectónicas: ¡a no dudarlo!
Y si, como mi amigo Onomástico, tenemos la fortuna de trabajar en uno de los pisos altos del viejo Mercado del Plata, no nos hará falta ni siquiera levantar los ojos para sorprendernos con el café de la mañana, porque ahicito nomás, cruzando la Avenida 9 de Julio, Buenos Aires nos regalará la ilusión convertida en chalet normando.
Cuando pienso en ese chalecito me veo, vestida de cloqué blanco, de la mano del Señor y la Señora Cobas, a la salida de las Cuartetas, allá por los cincuenta y pico. Ese chalecito, junto con la vidriera de la zapatería Tonsa de la calle Florida (una vidriera motorizada que cambiaba a cada rato sin que uno pudiera comprender cómo), eran para mí una muestra de que nada era imposible. Por entonces no era arquitecta, por supuesto, y le preguntaba a papá cómo ese chalet había ido a parar ahí, tan cerca del cielo. A lo que él me respondía que había sido llevado por un mago. Un mago que lo había traído de países lejanos en una nube y había decidido depositarlo sobre un edificio tradicional de varios pisos. ¡Qué placer tan enorme imaginar a alguien con poder para depositar una casita de cuentos a pasos del cielo y el Obelisco! Yo, que pensaba que se trataba del mismo mago encargado de subir y bajar las cambiantes vidrieras de la zapatería de Florida, me iba a casa tan encantada con esas suposiciones como con “la grande” de muzzarella y la sopa inglesa de la pizzería de Corrientes que , aún hoy, puede visitarse.
Papá nunca fue mentiroso. Y ahora sé que, por lo menos en lo que hace al chalecito tenía razón. Su existencia se debe si no a un mago, por lo menos a un soñador. Ya sabemos que para convertir en realidad, mágicamente nuestros sueños, lo primero es soñarlos… ¿Verdad?
Díganme amigos si no debemos tildar de soñador y mago a Don Rafael Díaz quien, según cuentan sus descendientes, a fines del Siglo XIX se desempeñaba como vendedor en una mercería de la calle Chacabuco y dormía sobre el mostrador del comercio. Ahí, en ese duro lecho debe haber, sin duda soñado con la casita por primera vez. Hasta que con los años se convirtió en dueño de una de las mueblerías más grandes de Buenos Aires y se dio el gusto.
“En 1927 terminó de construir su sueño. Inauguró Muebles Díaz, que se convirtió en una de las grandes tiendas de Buenos Aires.
Todo el mundo la conocía como “la mueblería del chalecito”. “El chalecito era una casita normanda con techo de tejas rojas, igual a una que había visto en un viaje a Mar del Plata, encaramada en la azotea del edificio de la mueblería.
Mónica Abal de Schiavon, su bisnieta, cuenta que el hombre decidió hacerse una sucursal de la casa.
Vivía en Banfield. No podía volver a almorzar: entonces, creó allí un segundo hogar.
Comía en la primera planta. Hacía una siestita, ni muy corta ni muy larga, y volvía a trabajar. Su chalet no sólo rascaba la panza al cielo. En días claros, permitía ver la costa del Uruguay. Le gustaba mirar la ciudad. Desde esas ventanas, el señor Díaz vio, bloque por bloque, cómo levantaron el Obelisco en 1936. También fue testigo de la apertura de la 9 de Julio.
Nada de eso estaba cuando él llegó. De hecho, el señor Díaz sabía que la publicidad era la clave del negocio. Pero no quería pagar por ella. Y supuso que el chalecito era la mejor publicidad. Pero cuando él edificó, la calle era muy angosta y no había ángulo desde el cual divisar la casita. Tuvo suerte. O ayuda desde lo alto. Porque pronto se abrió la 9 de Julio. Y el chalecito pasó a ser parte de la típica postal de Buenos Aires, una ciudad en la que todavía corrían los tranvías.”
Ahora, como ocurre con casi todas las magias, no es tan fácil descubrir la casita de don Díaz, en medio de los letreros publicitarios. Pero Onomástico lo tiene enfrente y me asegura que sigue en pie como cuando yo usaba mi vestido de cloqué. En pie y rodeado de macetas con geranios. Y, aunque yo esté trabajando muchas horas cerquita de los fantasmas de los malevos de Borges, saber que el chalecito de don Díaz sigue ahí en la 9 de Julio, me permite soñar con una vidriera de Tonsa subiendo y bajando para mí. Una vidriera con las cosas buenas de la vida que, por suerte, si se sueñan, pueden hacerse realidad.
Cati Cobas
¡Hermoso!
ResponderEliminarDesayuné leyendo tu relato, para enfrentarme con más cariño a la ciudad, que siempre parece rechazarme!
Una abrazo Grande!
Nos vemos
Nati
Muchísimas gracias, Nati. me alegra saber que te acompañé en el desayuno. Y si querés mi opinión, Buenos Aires poquito a poco se va a dejar abrazar por vos, es cuestión de tiempo y de caminarla con ojos amorosos...
ResponderEliminarBuernos Aires es siempre fascinante. ¡Quién vivirá ahora allí? Capaz que está desabitada, no?
ResponderEliminarCariños Cati.
Uyyy Cati, yo miraba los lunes miércoles y viernes, cuando volvía desde ICANA donde estudiaba inglés con mi mamá en el tranvía 86 o cuando iba o cuando iba y venía, porque entonces Corrientes era de dos manos...Mirar la casita de Muebles Díaz era, para mí, una fiesta cada vez que pasaba.
ResponderEliminarLinda evocación Cati.
Un beso, Miri
Cati, ¿cómo estás?
ResponderEliminarMi nombre es Lisa Mena, estudio cine y con mi grupo estamos realizando un documental sobre el chalecito de Muebles Díaz. Tu relato no solo me parece hermoso sino que posee el talante del enfoque que queremos darle a nuestro trabajo, por eso me gustaría poder hacerte una consulta al respecto. Te dejo mi mail para que me contactes si deseás y te comento: lisamenag@gmail.com
¡
Abrazo y gracias!
Lisa.