Una se levanta y se mira en el espejo. Y una, que nunca fue muy coqueta, piensa que por suerte (como dice un amigo de la juventud) para las mujeres existen las tinturas que ocultan “las nieves del tiempo”. Pero descubre cada día, que los surcos de su cara se marcan cada vez más. Y a una no le gusta nada. ¿A qué mentir? Y una va a la farmacia y compra esa crema que recomienda, sonriente, Soledad Silveira, aun adivinando que la lisura de su rostro no es producto de la crema patrocinada sino de algún émulo porteño de Pitanguí y sus acólitos. Y una se la unta generosamente pero sabe, en el fondo, que lo que le queda es envejecer con señorío. Digna y elegantemente. Y entonces, busca espejos. Pero de carne y hueso. Espejos de mujeres reales. Laberinto de espejos cóncavos, convexos o planos. Laberinto de imágenes de la vejez que me recuerda a aquel otro de los antiguos parques de diversiones. Espejos para sonreír, llorar o, simplemente, ver la realidad. Septuagenarias, octogenarias y hasta nonagenarias, que aceptan el paso del tiempo sin claudicar pero con savoir faire.
Es entonces cuando una descubre que cada vez más vive rodeada de mujeres que envejecen superando largamente la sexalescencia que una declara. Y piensa que después de todo puede no ser tan malo. Si eso pasa es porque se está viva. ¿O hubiera sido mejor quedar detenida en la belleza de Evita en los cincuenta o de Marylin, eterna en el vuelo del ruedo de su vestido blanco? Una ha vivido y vive. Tiene por delante, si Dios así lo quiere, muchos días para ser estrenados y disfrutados.
Pero volvamos a los espejos. Comenzando por los familiares con un exponente mallorquín. Mi tía Jaumeta, la mamá de Cati y Sebastià, que cumplidos sus coquetos ochenta anda en bici por Campos y hasta osa disfrazarse si las chicas de su club así lo deciden. Continuando con tía Isabel, que nos dejó hace poco, pero a los noventa y cuatro seguía sembrando amor entre los suyos y era más bonita que a los quince. El de mi suegra Juana, que próxima a estrenar los noventa y uno sigue dedicada a su familia porque esa fue su elección para entregarse y a la que se la ve casi libre de arrugas por más que las piernas le hayan hecho algún renuncio. El de la tía María Elena, que con ochenta y más procura nadar y mover el esqueleto “para no ser una carga, nena” mientras se regala sus tardes de cine en soledad pero absolutamente disfrutadas.
Llego a “la facu”. Vuelvo a sentirme universitaria, aunque sea en cursos para “Adultos Mayores” (nombre horrendo si los hay, pero mejor que pertenecer a la Tercera Edad seguro). Ahí, los espejos muestran a pleno que el ejercicio de la mente y el espíritu es tan rejuvenecedor como la crema que promociona aquella que pretende dar para siempre la imagen de la novia de Rolando Rivas. Sí. Mis compañeras se ven jóvenes. Y en su mayoría ya son más que sexalescentes. Pero leen, escriben y se trenzan con “el profe” en laberínticas discusiones sobre estilos y metáforas. Y disfrutan (y yo con ellas) el cafecito cómplice al terminar la clase, rodeadas de los jóvenes que cursan carreras junto a nosotras y nos miran sin darse cuenta siquiera de que algún día se reflejarán también en otros. Ahí están Mercedes, inteligente, mundana, señorial, Sofía, con sus hermosas historias tímidamente devanadas, las dos Nellys, que con bastón y todo no se pierden una clase, Ana María, refinada y culta, escribiendo con buen gusto y elegancia. ¡Son muchas! No podría hablar de todas ellas, pero Eva y su buen hacer, Margarita y su eterna sonrisa, todas mis compañeras me hablan de ganas de continuar y no achicarse. Si hasta nos hemos dado el lujo de publicar un libro. Nuestros “Cuentos sin culpa” son la mejor prueba de lo que digo, a no dudarlo.
Voy a ver a mamá (seguramente, el espejo que más duele) que a los ochenta, recién terminado su último logro -completar el curso de Inglés a los setenta y nueve- quedó muda para siempre y sin embargo (no dejo de admirarla por eso) con noventa y dos a cuestas, se ha integrado a sus compañeras y es querida por ellas y por el personal que la atiende. Logro conquistado a pura paciencia, sonrisa y beso arrojado con la punta de sus dedos.
Voy a verla, digo, y me encuentro con todas mis “alumnas”, que ya suman más de veinte. Y me miro en Juana, empeñada en sus autodefinidos, o en Hebe, dulce y cariñosa, decidida a aprender siempre aunque ya no vea como cuando pintaba esos cuadros maravillosos que me muestra con orgullo. Me miro en Estela y Ana María, vitales a pesar de andadores y huesos difíciles. Orgullosas de enhebrar su vida actual en collares para hijas y nietas. El espejo de Teresa me devuelve la solidaridad como arma contra la tristeza. Ha adoptado a Aurora, mi mamá y la ayuda y acompaña como si se hubieran conocido desde siempre. Sin pedir nada a cambio. Por el solo placer de sentirse necesaria.
Alba y Marta me devuelven la mirada del “todavía puedo”, realizando, gozosas, cuanto les propongo y devolviendo ciento por uno. ¡Cuántos espejos! El de la ternura de Carmen, el empeño de Rosa, el desconcierto de Emma y la entereza de Josefina. ¡Cuántos espejos! Donde muchos no pueden ver más que achaques cada una de “mis chicas” me devuelve un pedacito de vivir el día a día lo mejor posible.
Y como corolario de espejos envejecientes yo también, como la tía María Elena, recurro al cine. Comienzo por “Un feriado particular. En esta película italiana un hombre ya maduro acaba haciéndose cargo de su madre y tres ancianas más por obra y gracia de las circunstancias. Y tanto él como las cuatro damas viven momentos tan bellos, tan plenos de humanidad y tan enriquecedores a partir de esa situación que el espectador acaba por comprender que a toda edad hay motivos para disfrutar de la vida.
Le toca el turno a Gérard Depardieu, que con Gisèle Casadeus, me regala “Mis tardes con Margueritte”. El film está basado en “La tête en friche” (algo así como “la cabeza en barbecho”), la novela de Marie-Sabine Rocher. En él, el entrañable protagonista, cuya cabeza está sin cultivar por razones varias, traba una tierna amistad con una científica muy anciana. Y en esos encuentros, tarde a tarde, ella le enseña el placer de los libros mientras, de paso, va sanando también su alma.
Ayer, cuando terminé de vivir con Margueritte su historia cálida y esperanzadora acabé de descubrir qué ansío yo que me devuelva mi propio espejo cuando esté cumpliendo los noventa. Deseo que él sea una de esas esferas que se cuelgan en lo alto de las pistas de baile. Para que, en cada tesela, los múltiples espejitos me devuelvan un poquito de cada una de las hermosas ancianas que pueblan mi vida.
Tal vez así yo pueda a mi vez reflejar luz en las sexalescentes de la época…
Cati Cobas
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