domingo, 6 de febrero de 2011

264-Mi debut en las matanzas mallorquinas por Miquelet Hernández Covas


¡Buenos días tened todos! Soy Miquel, o Miguel, como gustéis. Creo que mi tía-abuela Cati os ha contado de mí en varias crónicas, ya que soy el hijo de su sobrina Ángela (la Adelantada) y de su esposo Jorge (alias, Banderas). Soy un niño de colores. Del nuevo y del viejo mundo. Isleño, tanto por parte de padre, como de madre. Soy un niño muy mundano. Mejor dicho, in-ter-na-cio-nal y viajero. Desde que pasé a formar parte de este planeta (no hace un año todavía) he estado más tiempo en el aire que en la tierra. Y puedo jactarme de haber vivido en Buenos Aires, La Habana, Santa Cruz de Tenerife, Madrid y Palma de Mallorca, entre otras ciudades importantes. Pero nada de lo visto y vivido en ellas se asemeja a la experiencia que compartiré con ustedes en las afueras de Campos, una antigua ciudad del llano mallorquín.

Creo que aunque no me conozcáis lo suficiente, hoy podréis formaros una opinión más sólida de mi persona (bueno, bah, personita) si os tomáis el trabajo de leer este relato de mi participación en mi primera matanza mallorquina en casa de Miguel y Apolonia, mis abuelos maternos. Matanza en la que hice mi debut junto a mi tía Cati, que es argentina y, que, aunque en Buenos Aires había visto hacer sobrassadas, era tan novata como yo en materia de cerdos y matanzas.

Empecemos por mi despertar. ¿Cómo describiros mi amanecer? ¡Fue tremendo! Se escuchaba a la distancia un berreo… ¡A eso le llamo yo chillar! Todavía no he podido averiguar con certeza quién lloraba, pero sin duda se trataba de un jaleo mil veces superior al que suelo montar yo cuando me pongo firme al reclamar la teta de mi mamá. ¡Y mirad que a mí cuando de “ella” se trata… me escuchan hasta en Formentera! Me pareció entender (no estoy seguro) que el que lloraba era un cerdo… pobrecito… debía estar pasado de hambre el marranín. A todo esto, se escuchaba la voz de mi abuelo dando indicaciones así como comentarios de otros hombres que acordaban o disentían con él. Hablaban de carne, de cuchillos afilados, de jamones y manteca. Se oía también de vez en cuando la voz de mi abuelita Apolonia, que hablaba con otras mujeres sobre agua caliente, tripas y limones. Y la de mi madrina Joana Aina, que preguntaba a la abuela algo sobre “pilotas“,a las que la tía de Argentina llamaba albóndigas. Era todo una gran Babel, un manicomio de palabras y voces, algunas familiares y otras desconocidas a partir de aquel llanto que ya os conté. Ya me deshacía de intriga, de curiosidad. ¡Hasta que por fin me sacaron afuera! Bien abrigado porque el frío era muchísimo.

Ahí empecé a tener un mejor panorama de lo que estaba sucediendo. Tanto en el depósito como en el cobertizo que hacía las veces de cocina y aún a cielo abierto, a pesar del frío, había gente atareada y con aire de “mi tarea es la más importante”. Mi abuelo, junto a su amigo y ayudante y a otros familiares o amigos, separaba trozos de carne que no entiendo de dónde había sacado y colocaba la grasa en forma separada. De ella se ocupó luego mi papá, que debió revolverla en una olla y revolverla hasta derretirla en el fuego de la chimenea. Me llamó la atención un señor ya mayorcito, una especie de super abuelo que manejaba una máquina en cuyas fauces no hubiera querido yo caer de ninguna manera. El señor ponía en la máquina trozos de carne, y por un extremo de la misma salía la misma hecha picadillo. ¡Menudo peligro!

Pude ver también a otro señor al que le decían Sebastià, que parecía muy familiarizado con todas las tareas, y que vestía un overall, botas y un pintoresco gorrito. A ese señor lo seguía la tía argentina, que es de lo más charlatana y no cesaba de preguntarle cosas. ¡Menos mal que el señor sabía mucho y le explicaba todo lo que iba a realizarse por la tarde y de esa forma la
dejó conforme! Parece que después del mediodía se colocaría el picadillo de carne o pasta de sobrassada en las tripas de diferentes formas para luego atarlas.
Luego me enteré que Sebastià es también mi tío y que es profesor y que tal vez en unos años me enseñe catalán… Espero haberle caído simpático, así tendré la certeza de que llegado el momento será benevolente y me pondrá muy buena nota.

En eso, un grupo de jóvenes comenzó a ayudar también y los recipientes con carne se tiñeron de carmín. Empleaban para eso un polvo mágico al que llamaban pimentón. Me asomé para ver cómo olía y casi me caigo dentro del picadillo. Mamá ya no sabía qué hacer conmigo por lo que, como por arte de magia, me encontré sentado en mi sillita de comer muy cerca de mi madrina Joana Aina, que freía y freía en un lugar semicubierto en el que había varias hornallas. Cocinaba junto a otra señora, mientras la tía de Buenos Aires armaba las albóndigas. Le quedaron bastante parejitas, parece, ya que la abuela Apolonia declaró que estaban lo suficientemente bien.
Es que mi abuela es la madona de la casa. Y ella tienen la obligación de vigilar aquí y allá y controlar que todo salga a pedir de boca, ya que una matanza es una actividad ancestral de la cultura mallorquina, según he podido ir deduciendo y en ella, las madonas tienen un rol fun da men ta lí si mo.

Cuando mamá me llevó con la madrina pasamos por el lugar en el que las amigas de la abuela lavaban las tripas (¡qué intriga me dá saber de dónde las habían sacado!). Esas señoras vestían un batón lila con florcitas y por encima, un delantal. Eran muy bonitas, cada una en su estilo, y tenían todas nombres híper mallorquines como Margarita o Magdalena o Antonia o… Les decían “las budelleras”. Y se dedicaban a lavar los ¿intestinos? ¿de quién? con agua calentísima y limón hasta dejarlos más blanquitos que una sábana. La tía Cati las contemplaba con admiración… y un poquito impresionada por su valentía. Me pregunto…¿Tendrían anuladas las pituitarias? Porque parecía como si a ellas los “budells” (o tripas) les olieran a rosas …y de las más perfumadas... Luego se sentaron a coserles los agujeritos, tarea en la que colaboró la tía Cati con mucho entusiasmo (parecía que lo hubiese hecho desde la cunita). Mientras tanto, la abuela y el abuelo procuraban atender y conformar a todos los participantes de la matanza, como buenos dueños de casa.

Olvidaba deciros que todas estas actividades se detuvieron en dos oportunidades, en las que toda esta gente que trabajaba en la matanza se dedicó al delicioso arte de la manducación. Primero se trató de una especie de desayuno (nada que ver con mi papilla, os imaginaréis). Era carne asada en las brasas, acompañada de pan mallorquín. ¡Una delicia a juzgar por la expresión de los comensales!

Y más tarde, todo lo que mi tía Joana Aina había preparado: varios fritos de diferentes cosas, incluido el de matanzas y el de albóndigas… Para chuparse los dedos… Es que los mallorquines sabemos hacer muy bien las cosas. Por mi parte, reclamé doble ración de teta, ya que todavía no me dejaban probar los manjares que había en la mesa. Mamá aceptó encantada, ya que me parece que estaba más que feliz de tener un niño matancero tan simpático y decidido como yo.

Llegó la tarde. Y empezó la hora de los embutidos.

Fue entonces cuando una costumbre de mi tía rioplatense dejó un tanto impresionados a los trabajadores, pues mientras trabajaba sorbía de una calabaza con un sorbete metálico, un líquido al que llamaba mate. Nadie quiso acompañarla en esa actividad y la miraban como si se tratase de una pipa de marihuana…¡menuda confusión!

En tanto, el batiabuelo, con su máquina, y mi superabuela, con otra, iban rellenando las inmaculadas tripas de formas variadísimas con la colaboración de la prima Antonia y de mi papá respectivamente.
Los demás se dedicaban a atar las distintas versiones de sobrassada ya que según el tamaño y la forma se llaman de muchas maneras diferentes. El tío Sebastià (que ataba de una manera muy original, parecida a una red de pesca) le enseñó a la tía Cati cómo hacerlo y declaró a continuación que le pondría un diez en ataduras. (Puedo tener esperanza de que será igual de generoso cuando me enseñe catalán).

Mamá y la tía argentina compartían la mesa y las tijeras. Esta tía es una despistada porque a cada rato las ponía de forma tal que mamá no podía emplearlas, por lo que pasaron media tarde riñéndose en broma y a las carcajadas.
La tarde se cerraba en noche y los participantes de la matanza se iban yendo poco a poco. Hubo abrazos, saludos, agradecimientos y elogios para las cocineras.
Aproveché para acercarme a gatas a los embutidos terminados…¡Qué producción! ¡Qué bueno aprender de tan pequeñito a trabajar en equipo! Mamá no intentó alejarme de mi contemplación. La tía Cati, debutante como yo en estas lides, miraba la escena con ternura y con orgullo a la vez. Los dos habíamos participado por primera vez de una actividad auténticamente mallorquina, que tiene algo de ceremonia, de rito, que conjuga las necesidades de subsistencia de una civilización con tradiciones y la comunión familiar y de amistad, cumpliendo un rol social irreemplazable.

Eso sí, el próximo año, espero que al cerdito llorón le den de comer antes de comenzar con las matanzas porque no quiero despertarme nuevamente con sus sonoros reclamos…

Cati Cobas

4 comentarios:

  1. Ah, Miquelet! cómo disfruté con tu relato, heredarás la calidad y calidez de tu tía Cati para escribir!
    Me encantó, es lo único que no pude hacer antes de volver a mi país.
    Un abrazo y felicitaciones a todos, un rito maravilloso en noviembre.

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  2. Será genial cualquier cosa que herede de su Tia Cati...

    Angela Covas

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  3. ¡Qué relato tan tierno y bonito! Me encanta como escribís, Cati Cobas; un placer leerte.

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  4. ¡Muchas gracias, Raquel!!! Un honor tu comentario...

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