Para María Dolors, mi inolvidable "Sibila", porque sé que le encanta este arte oriental y lo trasmite a sus hijos...
Estaba a mi lado. Pasaron varias estaciones de subte delante de mis ojos antes de que advirtiera su presencia. Rubio, pelilargo, con anteojos redonditos de marco metálico y aspecto un tanto desaliñado, el muchacho llevaba muchos papelitos de colores semi doblados en su mano izquierda. E iba tomándolos con la derecha y plegándolos, hasta convertirlos en grullas de origami. Cuando una estaba lista, la ponía en su boca y le insuflaba su aliento, como si se tratara del hálito divino, para luego verificar que las alas se movieran.
Podían contarse seis o siete en su regazo cuando faltaba poco para que el tren llegara a su destino. Ya éramos muchos los que lo observábamos con una mezcla de ternura, curiosidad y, por qué no, desconfianza.
“En cualquier momento comienza a pedir dinero a cambio de una grulla”, me dije, acostumbrada a los vendedores ambulantes y a los pedigüeños varios que pululan en nuestros subterráneos.
Pero no. El joven se dirigió a su compañero de asiento de la derecha y le entregó una de las grullas, que fue recibida con asombro. Llegó mi turno y una, de color rosado, me fue obsequiada con una sonrisa amarillenta, a la que respondí con una pregunta hecha mirada.
“Si hago mil, me salvo” obtuve por respuesta, mientras continuaba regalando grullas a todos los compañeros de viaje. Luego averigüé que hay una tradición japonesa que dice que al que hace mil aves de papel plegado se le concede un deseo y que se consideran mensajeras de paz, en memoria de una niña que intentó hacer mil para salvarse de la muerte, a raíz de las consecuencias de las bombas de Hiroshima. Pero la consigna japonesa era hacerlas. En ningún lugar hablaba de regalarlas. Eso le otorgaba al artesano generoso un valor agregado importantísimo.
Me apeé del vagón con la pajarita de papel entre las manos pero la guardé en mi cartera porque no me quedó otro remedio que sumergirme en el día vertiginoso que, sin embargo, fue un muy buen día. Un desconocido me había entregado porque sí, sin pedirme nada a cambio, una obra de arte hecha por sus manos. Una pequeña grulla japonesa de papel plegado.
No he podido quitar la pajarita de mi mesa de luz. Me alegra el despertar recordándome que en una época en que casi todo tiene precio, todavía se puede encontrar un atisbo de generosa humanidad en un vagón de subte, aquí por Buenos Aires.
Cati Cobas
Una anécdota preciosa, no fue por casualidad, todo tiene su causa y efecto, seguramente este muchacho lograra su deseo y tu alegrías al despertar. Yo enseñé "Actividades prácticas" en una escuela del bajo Flores, en grados inferiores hacía origami con papel glacé (ya se perdió esa costumbre) uno de los alumnos 2 años mayor y recién llegado sin hablar el idioma me mataba el punto, hasta que lo puse al frente y en cada clase aprendíamos de él. Gracias por el croquis y el recuerdo.
ResponderEliminarUn abrazo lleno de felicidades para vos y tu familia.