lunes, 8 de julio de 2019

324) Londres y la historia de Carmen y su ponchito rojo (El regalo- Caticrónicas de viaje)




Ángela es, a no dudarlo, uno de los mejores regalos de mi vida. Fue maravilloso descubrirnos a miles de kilómetros. Ella, en Madrid, mallorquina por nacimiento, hija de Miguel, mi primo hermano, y yo en Buenos Aires. Fue increíble comprender cuando reencontré a mi familia paterna en el año 2007, que éramos tan parecidas en tantas, tantas cosas. Méritos del ácido desoxirribonucleico, sin dudarlo, plenamente disfrutados por ambas. Nos unen las ganas de vivir y ser felices a pesar de todo, el amor por la lucha, el escribir, el animarnos o atrevernos aunque el precio sea alto y un sentido del humor a toda prueba. Características que compartimos en gran parte con mi prima y tocaya Cati, que vive en Suiza, con la que es otro placer encontrarnos, aunque lo hayamos hecho poco y siempre nos quedemos con ganas de “más”.


Por eso, cuando Ángela anunció que volaría a Londres, desde Mallorca, por un día, fue un verdadero alegrón, aunque también me produjo un gran sofoco.


Ángela es mamá de Miguel y Carmen. Cuando esperábamos a Miguel le tejí una mantita de colores, en señal de bienvenida, pero cuando Carmen vino al mundo opté por un juguete musical para su cuna. ¡No quieran saber ustedes cómo el hermano mayor ha torturado estos años a la menuda, dándole por las narices con la mantita de colores de la tía argentina!

Carmen es una niña decidida, que promete completar el cuarteto con su madre y sus tías Cati duplicadas. Por eso no dudó en pedirme su mantita (la quería colorada) vía whatsapp. Hecho que me encantó pero al que le di largas pensando que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera entregárselo. Craso error. Cuando Ángela me dijo que vendría a verme no me dieron tiempo las manos a empuñar las agujas y la lana para tejerle a Carmen. Ya no fue una mantita. La niña tiene siete años, y por lo tanto decidimos que se trataría de un poncho, un ponchito rojo.

El último mes antes de mi partida, junto con los mapas y lecturas sobre los sitios de este viaje, hubo santa clara al por mayor y a toda máquina hasta que el tejido quedó finiquitado, y pudo ser guardado en la valija, junto a unos títeres para los dos hermanos. El sofocón y la carrera permitieron transformar la lana roja, en cariño para la pícara Carmen, aunque solo pueda disfrutarla a la distancia.
Lo mejor fue la entrega. El abrazo del reencuentro con su mamá. Una verdadera alegría para las dos y la misma complicidad que sentimos siempre que estamos juntas. Para Ángela, la visita tenía el valor agregado del recuerdo de sus años jóvencísimos, cuando vivió en Londres por un tiempo. Y para mí, contar con la mejor guía del mundo.
“¿Qué quieres hacer?” Me preguntó con esa gracia hispana que la caracteriza. “Mostrame tu Londres” fue mi consigna porteña. Con una salvedad: mi deseo de visitar el Museo Británico.
¡Pobre sobrina mía! Viajar tanto para meterse en un museo, pensé, pero todos mis amigos y colegas me habían insistido tanto que me mantuve firme.
Y hacia allí partimos a pura caminata sin descanso.

Comenzamos por cruzar el Parque Saint James, ya que nos queríamos dirigir a la avenida Piccadilly. Y ahí mismo tuvimos un nuevo regalo: ¡era la hora exacta del cambio de guardia en el Palacio de Buckingham! Sin pensarlo, quedamos en primera fila para ver pasar a la banda de los guardias, con sus sombreros peludísimos, desfilando frente a nosotros. Dios protege a los inocentes, no lo duden… Anacrónico espectáculo, que no dejó de impresionarme. Nos rodeaba una multitud entusiasta, que continuaba aplaudiendo cuando nosotros ya nos íbamos en pos del Londres prometido. El parque que atravesamos era precioso, como todos los parques de la ciudad. Agua, sauces y flores que parecían haber nacido allí. Delicias de los diseños paisajísticos británicos de los que algo sabemos los porteños. Menudos creadores, los ingleses que no convierten la vegetación en geometría.

Ángela estaba nostálgica. Quiso compartir conmigo su lugar secreto: un pub con todas las de la ley, “The white horse”. Very british, con una chimenea preciosa, paredes enteladas con paños a cuadros y decoradas con fotografías de visitantes ilustres, nos cobijó mientras nos poníamos al día. No nos daban tiempo las mandíbulas ni la lengua, de tanto charlas y contar. La verdad: no nos hubiéramos movido de ese lugar. Nos daban ganas de seguir deshilando la vida de estos últimos siete años en un “como decíamos ayer…” maravilloso. Pero ser turista conlleva sacrificio.

Piccadilly Circus me encantó. El ángel que lo preside debe haber sonreído al vernos pasar con ojos asombrados. Cada edificio, cada teatro, cada espacio me sorprendía y hacía que comprendiera las añoranzas londinenses de mi sobrina. Menos mal que no había moscas por ahí porque me hubiera tragado más de una con tanto ¡oh! y ¡ah!

El Soho y el West End nos descubrieron cálidos rincones, jardines escondidos y templos de diferentes credos abiertos de par en par para acoger a los indigentes, que también los hay en Londres, como en todas las ciudades  grandes de este mundo.

Llegamos al Museo. Ángela y su buen carácter me quitaron la culpa. Y me pude sumergir entre las momias, los frisos del Partenón y otras delicatesen adquiridas en mala ley por los británicos. Mi alma se rebelaba y a la vez se complacía por la bendición de poder estar ahí contemplando las huellas de los siglos.

Covent Garden fue mi consuelo: me encantan los sitios un poquito venidos a menos, pero con carácter, y así lo viví, perfumada por una cestita de jabón y rosas que me regaló mi visitante. Me sentía un poquito en la piel de Eliza Doolittle (Audrey Hepburn)  la florista de My fair Lady, ya que el lugar remite a esa época y hace soñar, a no dudarlo.

El Barrio Chino nos recibió con su arco que, a mi criterio, nada tiene que envidiar al de nuestra ciudad, y lo dejamos atrás para internarnos en más rincones casi laberínticos, que hacían que cada vuelta de la esquina fuera un nuevo descubrimiento. No podía evitar comparar esa traza con el cardo y el decumano que inspiran nuestras ciudades pampeanas, a puro damero y sin sorpresas. Delicia de las ciudades con historia y abolengo.

Imaginarán los lectores que a esa altura de la tarde los alicaídos estómagos de las dos payesas mallorquinas “very british” clamaban por alimento sólido. Que la cultura y las ciudades son interesantísimas, pero de carne somos. Así que volvimos al pub de Ángela por nuestra merienda-cena y  yo, que no suelo beber alcohol, me dedique nuevamente a la cerveza, con lo que cuando despedí a Ángela en la Victoria Station tuve que mirar un largo rato buscando la estación del Metro que estaba a cinco pasos.

Pero había valido la pena: el poncho rojo ya volaba rumbo a La Roqueta y mi sobrina y yo habíamos vivido un día de esos que se guardan para evocar por si vienen tiempos más difíciles.

Cati Cobas

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